Un acercamiento a S. Colonia
Rodrigo Quijano
Para conocer debo acercarme más. Se ha partido el cielo y ha cesado la lluvia que enrejaba el paisaje. Deja al perro lamerse las llagas y el pene encendido. El neón es una lengua que sonroja santas y querubines en las mudas sombras de un atardecer postal, pensando que el tallo remonta sobre sí y hace estallar palmeras y frutos que engordan como garrapatas al borde de un encerado cocktail de trópico y desorden. Para saber debo acercarme más, y aquí me tienes. La coloreada imagen de la niña-virgen es la denuncia de un crimen consumado a medias, la isla que eleva el único cirio que gotea luces, como esas cruces al borde de las carreteras, así, mitad dispuestas por la arena, mitad por los parientes que se abandonan al silencio ante el silencio de miradas que ofenden por su rapidez. Así dispuestas esas cruces pueden ser casi el cierre-relámpago de un país que muestra sus intimidades, lo percudido y lo perdido. Y la imagen de la niña gime: unas rodillas flacas y la madre suelta la sábana iluminando el cuarto con un aroma de trenzas que se abrazan en la madrugada, como en un llanto de despedida. Para saber vuelvo a acercarme. El equilibrio del grillo tensa la tarde, y la gente que regresa cansada de las playas pule rostros en la superficie de sus ollas y el crepúsculo me bombardea de neones tropicales que se encienden a mi paso y en los plásticos, ojos del gorrión mi intuición emprende un vuelo sin retorno.
jueves, 31 de diciembre de 2009
Discurso de la niña ausente
Ricardo Peña Barrenechea
Damita mía que vienes
a despertar mi silencio.
Damita de un cielo blanco
rubia como un largo beso.
Naciste un día de júbilo
cuando el sol era una lámpara
que alumbrara mi camino
todo velado de lágrimas.
Durante siete veranos
te di mi alma enamorada;
y siete nieves te he amado
dándome tú tu alma blanca.
Siete primaveras de oro
deshojé sobre tus manos;
y siete lunas de otoño
me dieron tus ojos cándidos.
Siete serafines rojos
custodian tu seno pálido;
siete golondrinas rápidas
tus cabellos amasaron.
Damita de larga cola
toda vestida de ensueño,
entre tus tórtolas manos
se abre la flor del silencio.
Lejos de ti tu presencia
me invita a seguir amando
mi soledad —campo abierto
que me ha sido siempre amargo.
Ricardo Peña Barrenechea
Damita mía que vienes
a despertar mi silencio.
Damita de un cielo blanco
rubia como un largo beso.
Naciste un día de júbilo
cuando el sol era una lámpara
que alumbrara mi camino
todo velado de lágrimas.
Durante siete veranos
te di mi alma enamorada;
y siete nieves te he amado
dándome tú tu alma blanca.
Siete primaveras de oro
deshojé sobre tus manos;
y siete lunas de otoño
me dieron tus ojos cándidos.
Siete serafines rojos
custodian tu seno pálido;
siete golondrinas rápidas
tus cabellos amasaron.
Damita de larga cola
toda vestida de ensueño,
entre tus tórtolas manos
se abre la flor del silencio.
Lejos de ti tu presencia
me invita a seguir amando
mi soledad —campo abierto
que me ha sido siempre amargo.
XXV
(Eclipse de una tarde gongorina).
Ricardo Peña Barrenechea
Niña del cielo por abril florido.
Jilguero tornasol —pluma nevada
con la niebla del canto en la mirada
y el fuego de la mar en el vestido.
Del campo desdeñé pájaro ido
por asir de su lengua el pez espada;
y a la espiral del aire la enconchada
prendido a la metal de su sonido.
Al claro día di la herida espalda.
Y al marfil de su cuerpo el ojo-velo;
desnudo ya en su gruta de esmeralda.
Carrousel de la dicha y los dolores.
—oh fuego de la mar, rosa del cielo—
de estirpe y manantial de ruiseñores.
(Eclipse de una tarde gongorina).
Ricardo Peña Barrenechea
Niña del cielo por abril florido.
Jilguero tornasol —pluma nevada
con la niebla del canto en la mirada
y el fuego de la mar en el vestido.
Del campo desdeñé pájaro ido
por asir de su lengua el pez espada;
y a la espiral del aire la enconchada
prendido a la metal de su sonido.
Al claro día di la herida espalda.
Y al marfil de su cuerpo el ojo-velo;
desnudo ya en su gruta de esmeralda.
Carrousel de la dicha y los dolores.
—oh fuego de la mar, rosa del cielo—
de estirpe y manantial de ruiseñores.
X
Ricardo Peña Barrenechea
Naranjas niñas del sol.
Por cielo y mar las gaviotas
a lomos de caracol.
Senos de rubias doncellas.
Brisa enana y desdos ángeles
saludan hoy las estrellas.
Tarde de otoño marino.
La luna rota en las manos,
y todo el mar en el vino.
Cielos de piel ambarina
con olor a carne virgen
y sabor de golondrina.
Ricardo Peña Barrenechea
Naranjas niñas del sol.
Por cielo y mar las gaviotas
a lomos de caracol.
Senos de rubias doncellas.
Brisa enana y desdos ángeles
saludan hoy las estrellas.
Tarde de otoño marino.
La luna rota en las manos,
y todo el mar en el vino.
Cielos de piel ambarina
con olor a carne virgen
y sabor de golondrina.
Pato con arróz
Ricardo Palma
Conocí a don Macario; era un honrado barbero que tuvo tienda pública en Malambo, allá cuando Echenique y CastiIIa nos hacían turumba a los peruanos.
Vecina a la tienda había una casita habitada por Chomba (Gerónima), consorte del barbero y su hija Manonga (Manuela), que era una chica de muy buen mirar, vista de proa, y de mucho culebreo de cintura y nalgas, vista de popa.
Don Macario, sin ser borracho habitual nunca hizo ascos a una copa de moscorrofio; y así sus amigos, como los galancetes o enamorados de la muchacha, solían ir a la casa para remojar una aceitunita. El barbero que, aunque pobre, era obsequioso para los amigos que su domicilio honraban, condenaba a muerte una gallina o a un pavo del corral y entre la madre y la hija, improvisaban una sabrosa merienda o cuchipanda.
En estas y otras, sucedió que, una noche, sorprendiera el barbero a Manonguita, que se escapaba de la casa paterna, en amor y companía de cierto mozo muy cunda.
Después de las exclamaciones, gritos y barullo del caso, dijo el padre:
--Usted se casa con la muchacha o le muelo
las costilIas con este garrote.
--No puedo casarme--contestó el mocito.
--!Cómo que no puede casarse, so canalla! --excIamó el viejo, enarboIando el leño; es decir que se proponía usted culear a Ia muchacha, así... de bóbilis, bóbilis... de cuenta de buen mozo y después. . . ahí queda el queso para que se lo coman Ios ratones? No señor, no me venga con cumbiangas, porque o se casa usted, o lo hago charquicán.
--Hombre, no sea usted súpito, don Macario, ni se suba tanto al cerezo; óigame usted, con flema, pero en secreto.
Y apartándose, un poco, padre y raptor, dijo éste, al oído, a aquél:
--Sepa usted, y no lo cuente a nadie, que no puedo casarme, porque... soy capón; pregúntele al doctor Alcarraz? si no es cierto que, hace dos años, para curarme de una purgación de garrotillo, tuvo que sacarme el huevo izquierdo, dejándome en condición de eunuco.
--¿Y entonces, para qué se la llevaba usted a mi hija?--arguyó el barbero, amainando su exaltación.
--!Hombre, maestrito! Yo me la llevaba para cocinera, porque las veces que he comido en casa de usted, me han probado que Manonga hace un arroz con pato delicioso y de chuparse los dedos.
Ricardo Palma
Conocí a don Macario; era un honrado barbero que tuvo tienda pública en Malambo, allá cuando Echenique y CastiIIa nos hacían turumba a los peruanos.
Vecina a la tienda había una casita habitada por Chomba (Gerónima), consorte del barbero y su hija Manonga (Manuela), que era una chica de muy buen mirar, vista de proa, y de mucho culebreo de cintura y nalgas, vista de popa.
Don Macario, sin ser borracho habitual nunca hizo ascos a una copa de moscorrofio; y así sus amigos, como los galancetes o enamorados de la muchacha, solían ir a la casa para remojar una aceitunita. El barbero que, aunque pobre, era obsequioso para los amigos que su domicilio honraban, condenaba a muerte una gallina o a un pavo del corral y entre la madre y la hija, improvisaban una sabrosa merienda o cuchipanda.
En estas y otras, sucedió que, una noche, sorprendiera el barbero a Manonguita, que se escapaba de la casa paterna, en amor y companía de cierto mozo muy cunda.
Después de las exclamaciones, gritos y barullo del caso, dijo el padre:
--Usted se casa con la muchacha o le muelo
las costilIas con este garrote.
--No puedo casarme--contestó el mocito.
--!Cómo que no puede casarse, so canalla! --excIamó el viejo, enarboIando el leño; es decir que se proponía usted culear a Ia muchacha, así... de bóbilis, bóbilis... de cuenta de buen mozo y después. . . ahí queda el queso para que se lo coman Ios ratones? No señor, no me venga con cumbiangas, porque o se casa usted, o lo hago charquicán.
--Hombre, no sea usted súpito, don Macario, ni se suba tanto al cerezo; óigame usted, con flema, pero en secreto.
Y apartándose, un poco, padre y raptor, dijo éste, al oído, a aquél:
--Sepa usted, y no lo cuente a nadie, que no puedo casarme, porque... soy capón; pregúntele al doctor Alcarraz? si no es cierto que, hace dos años, para curarme de una purgación de garrotillo, tuvo que sacarme el huevo izquierdo, dejándome en condición de eunuco.
--¿Y entonces, para qué se la llevaba usted a mi hija?--arguyó el barbero, amainando su exaltación.
--!Hombre, maestrito! Yo me la llevaba para cocinera, porque las veces que he comido en casa de usted, me han probado que Manonga hace un arroz con pato delicioso y de chuparse los dedos.
La moza del gobierno
Ricardo Palma
Carolina L. .. era, en 1861, una guapa hembra y por la que el Presidente de la República, el gran mariscal don Ramón Castilla, se desmerecía como un cadete. Con frecuencia y de tapadillo, como se dice, iba después de Ias once de la noche a visitarla, siendo notorio que su excelencia era el pagano que, sin tacañería, cuidaba del boato de Ia dama.
El mariscal tenía, por entonces, sesenta y cuatro agostos, pues nació en 1797, y aún parecía hombre sano y enterote; algo debió influir la edad, para que Carolina anheIara las caricias de un joven, con vigor, para registrarla bien los riñones de la concha, cucaracha o como la llamen ustedes.
Víctor Proaño, que con el tiempo llegó a ser general de brigada, en la vecina república del Ecuador y que desde 1860 residía en Lima, en la condición de proscrito, era mozo gallardo y emprendedor y con pujanza para metérselo a un loro por el pico. Demás está añadir que no fue para él asco de iglesia la conquista de Carolina.
Al cabo llegó a noticias del mariscal, de que cuando él, después de las doce, se retiraba de casa de su maitresse, volvía a abrirse la puerta para dar entrada a otro hombre que no iría, por cierto, a rezar vísperas sino completas con Carolina.
Una noche, al aproximarse Proaño a la casa, le echaron zarpa encima tres embozados de Ia policía, lo enjaularon en un coche, lo condujeron al Callao y lo embarcaron en el vapor que a las dos de la tarde zarpaba para Valparaíso. A Proaño le dijo el comandante Vaquero, que era el jefe de los esbirros, que el gobierno lo desterraba por conspirador; un pretexto, como otro cualquiera, para alejar estorbos.
Es entendido que la dama se defendió como pudo ante don Ramón y que continuó en buen predicamento con él, que acaso en sus adentros murmuraba:
Me dices que eres honrada,
Así lo son las gallinas
Que cacarean, no quiero...
Y tienen al gallo encima.
El ministro de gobierno era un caballero que, por la talla, merecía ser tambor mayor y al cual había bautizado Castilla con el mote de Casa de Tres Pisos, añadiendo que el piso de abajo, corazón y barriga, estaban siempre bien ocupados, pero que el piso alto, el cerebro, era, a veces, habitación vacía.
El ministro tuvo la entereza para decir al Presidente, que encontraba arbitrarios la prisión y destierro de Proaño, a lo que contestó don Ramón:
--!Vaya unos escrúpulos de Fray Gargajo, los que tiene usted, señor ministro! Ni un colegial se queda tan fresco, cuando otro le birla su hembra... Soy ya gallo de mucha estaca...
--Pero, señor Presidente... --interrumpió el ministro.
--Nada, nada, señor don Manuel... este es asunto hasta de dignidad nacional. Este hombre va bien desterrado, porque siendo extranjero, ha tenido la insolencia de quitarle la moza al Gobierno del Perú... Y sépalo, señor ministro, el Gobierno no quiere aguantar cuernos.
Ricardo Palma
Carolina L. .. era, en 1861, una guapa hembra y por la que el Presidente de la República, el gran mariscal don Ramón Castilla, se desmerecía como un cadete. Con frecuencia y de tapadillo, como se dice, iba después de Ias once de la noche a visitarla, siendo notorio que su excelencia era el pagano que, sin tacañería, cuidaba del boato de Ia dama.
El mariscal tenía, por entonces, sesenta y cuatro agostos, pues nació en 1797, y aún parecía hombre sano y enterote; algo debió influir la edad, para que Carolina anheIara las caricias de un joven, con vigor, para registrarla bien los riñones de la concha, cucaracha o como la llamen ustedes.
Víctor Proaño, que con el tiempo llegó a ser general de brigada, en la vecina república del Ecuador y que desde 1860 residía en Lima, en la condición de proscrito, era mozo gallardo y emprendedor y con pujanza para metérselo a un loro por el pico. Demás está añadir que no fue para él asco de iglesia la conquista de Carolina.
Al cabo llegó a noticias del mariscal, de que cuando él, después de las doce, se retiraba de casa de su maitresse, volvía a abrirse la puerta para dar entrada a otro hombre que no iría, por cierto, a rezar vísperas sino completas con Carolina.
Una noche, al aproximarse Proaño a la casa, le echaron zarpa encima tres embozados de Ia policía, lo enjaularon en un coche, lo condujeron al Callao y lo embarcaron en el vapor que a las dos de la tarde zarpaba para Valparaíso. A Proaño le dijo el comandante Vaquero, que era el jefe de los esbirros, que el gobierno lo desterraba por conspirador; un pretexto, como otro cualquiera, para alejar estorbos.
Es entendido que la dama se defendió como pudo ante don Ramón y que continuó en buen predicamento con él, que acaso en sus adentros murmuraba:
Me dices que eres honrada,
Así lo son las gallinas
Que cacarean, no quiero...
Y tienen al gallo encima.
El ministro de gobierno era un caballero que, por la talla, merecía ser tambor mayor y al cual había bautizado Castilla con el mote de Casa de Tres Pisos, añadiendo que el piso de abajo, corazón y barriga, estaban siempre bien ocupados, pero que el piso alto, el cerebro, era, a veces, habitación vacía.
El ministro tuvo la entereza para decir al Presidente, que encontraba arbitrarios la prisión y destierro de Proaño, a lo que contestó don Ramón:
--!Vaya unos escrúpulos de Fray Gargajo, los que tiene usted, señor ministro! Ni un colegial se queda tan fresco, cuando otro le birla su hembra... Soy ya gallo de mucha estaca...
--Pero, señor Presidente... --interrumpió el ministro.
--Nada, nada, señor don Manuel... este es asunto hasta de dignidad nacional. Este hombre va bien desterrado, porque siendo extranjero, ha tenido la insolencia de quitarle la moza al Gobierno del Perú... Y sépalo, señor ministro, el Gobierno no quiere aguantar cuernos.
La misa a escape
Ricardo Palma
De Bogotá era obispo
Monseñor Cuero
Que fue un sabio y un santo
De cuerpo entero.
Su misa para el pueblo,
Poco duraba,
Pues en cinco minutos
La despachada;
Porque del Evangelio
Nunca leía
Sino un par de versículos,
Y así decía:
Perdona, Evangelista,
Si más no Ieo;
Basta de pendejadas
De San Mateo.
Ricardo Palma
De Bogotá era obispo
Monseñor Cuero
Que fue un sabio y un santo
De cuerpo entero.
Su misa para el pueblo,
Poco duraba,
Pues en cinco minutos
La despachada;
Porque del Evangelio
Nunca leía
Sino un par de versículos,
Y así decía:
Perdona, Evangelista,
Si más no Ieo;
Basta de pendejadas
De San Mateo.
Matrícula de colegio
Ricardo Palma
Signore, dom Pietro Cañafistola, directtore de la escuela municipale de Chumbivilcas, 3 de Aprile de 1890.
Mio diletto signore: Fa favore de matriculeare ne la sua escuela, mei figlici Benedetto, Bartolomeo e Cipriano, natti in questta citá de Chumbivilcas, il giorno 20 de Febraio de 1881.
Sono suo servitore e amico
Crispín Gatiessa
Leída por el dómine esta macarrónica esquela, calóse las gafas, abrió el cuaderno de registro o matrícula escolar, entintó la pluma y antes de consignar los datos precisos, entabló conversación con sus futuros alumnos.
Eran estos tres chicos de nueve años, venidos al mundo, en la misma hora o paricio, de una robusta hembra chumbivilcana, casada con don Crispín Gatiessa, boticario de la población, que era un genovés como un trinquete y, tanto, que de una culeada le clavó a su mujer tres muchachotes muy rollizos.
A la simple vista, era casi imposible diferenciar a los niños, pues caras y cuerpos eran de completa semejanza.
--¿Cuál es tu nombre?--preguntó don Pedro a uno de los chicos.
--Servidor de usted, señor maestro, Benedicto--contestó el interrogado con voz de flautín, anacrónica en ser tan desarrollado y vigoroso.
--Vaya una vocesita para meliflua--musitó el magister--j y tú, ¿qué nombre llevas? --continuó, dirigiéndose al otro.
--Para servir a Dios y a la Patria, me llamo Bartolomé--con idéntica voz atiplada.
--¿Otra te pego, Diego? --murmuró, para sí, el maestro--. !Vaya un par de maricones! !Lucido está el bachicha con su prole! ¿Y tú? --preguntó, dirigiéndose al tercero.
--¿Yo?, yo soy Crispín Gatiessa--contestó con voz de trueno, el muchacho.
Casi se cae de espaldas el bueno de don Pedro Cañafistola, ante tamaño contraste, y exclamó:
--!Para la puta que los parió! !Qué cosa! ¿En qué consistirá, que siendo estos tres niños tan iguales de figura, nacidos del mismo vientre, de la misma ventregada, o en el mismo día, uno discrepe tanto por el vocerrón? Aquí me digo yo, cualquiera pierde su latín. !Vaya con los caprichos de la naturaleza!
--Yo le diré a usted, señor maestro, como mi madre no tiene sino dos tetas, ésas sirvieron para que estos dos hermanos mamasen a boca que quieres, y por eso han salido así... pobrecitos de voz.
--Y tú, ¿qué teta mamaste?
--Yo, ninguna.
--¿Cómo ninguna?
--Sí, señor, ninguna: yo mamaba el pájaro de mi padre... y por eso he sacado este vocejón.
Ricardo Palma
Signore, dom Pietro Cañafistola, directtore de la escuela municipale de Chumbivilcas, 3 de Aprile de 1890.
Mio diletto signore: Fa favore de matriculeare ne la sua escuela, mei figlici Benedetto, Bartolomeo e Cipriano, natti in questta citá de Chumbivilcas, il giorno 20 de Febraio de 1881.
Sono suo servitore e amico
Crispín Gatiessa
Leída por el dómine esta macarrónica esquela, calóse las gafas, abrió el cuaderno de registro o matrícula escolar, entintó la pluma y antes de consignar los datos precisos, entabló conversación con sus futuros alumnos.
Eran estos tres chicos de nueve años, venidos al mundo, en la misma hora o paricio, de una robusta hembra chumbivilcana, casada con don Crispín Gatiessa, boticario de la población, que era un genovés como un trinquete y, tanto, que de una culeada le clavó a su mujer tres muchachotes muy rollizos.
A la simple vista, era casi imposible diferenciar a los niños, pues caras y cuerpos eran de completa semejanza.
--¿Cuál es tu nombre?--preguntó don Pedro a uno de los chicos.
--Servidor de usted, señor maestro, Benedicto--contestó el interrogado con voz de flautín, anacrónica en ser tan desarrollado y vigoroso.
--Vaya una vocesita para meliflua--musitó el magister--j y tú, ¿qué nombre llevas? --continuó, dirigiéndose al otro.
--Para servir a Dios y a la Patria, me llamo Bartolomé--con idéntica voz atiplada.
--¿Otra te pego, Diego? --murmuró, para sí, el maestro--. !Vaya un par de maricones! !Lucido está el bachicha con su prole! ¿Y tú? --preguntó, dirigiéndose al tercero.
--¿Yo?, yo soy Crispín Gatiessa--contestó con voz de trueno, el muchacho.
Casi se cae de espaldas el bueno de don Pedro Cañafistola, ante tamaño contraste, y exclamó:
--!Para la puta que los parió! !Qué cosa! ¿En qué consistirá, que siendo estos tres niños tan iguales de figura, nacidos del mismo vientre, de la misma ventregada, o en el mismo día, uno discrepe tanto por el vocerrón? Aquí me digo yo, cualquiera pierde su latín. !Vaya con los caprichos de la naturaleza!
--Yo le diré a usted, señor maestro, como mi madre no tiene sino dos tetas, ésas sirvieron para que estos dos hermanos mamasen a boca que quieres, y por eso han salido así... pobrecitos de voz.
--Y tú, ¿qué teta mamaste?
--Yo, ninguna.
--¿Cómo ninguna?
--Sí, señor, ninguna: yo mamaba el pájaro de mi padre... y por eso he sacado este vocejón.
Fatuidad humana
Ricardo Palma
Cuando el rey don Juan de Portugal se vio forzado, en los primeros años del siglo XIX, a refugiarse en el Brasil, tuvo, pues su majestad fue muy braguetero, por combleza o manfla, querida o menina, a la más linda mulatica de Río de Janeiro, relaciones pecaminosas que, a la larga, dieron por fruto un muchacho, lo que nada tiene de maraviIloso, sino de muy natural y corriente. !Esos polvos traen esos lodosl
Entiendo que la moza exprimió al rey don Juan, dejándoIo con menos jugo que a limón de fresquería.
Dicen las crónicas que Patrocinio, tal se llamaba la bagaza, era caliente y alborotada de rabadilla, lo que la producía gran titilación y reconcomio en el clítoris.
Con ella, los cortesanos no tenían más que invitarla a beber una copa de onfacomelí (licor africano), y... a cabalgar se ha dicho.. .
Sospecho que Patrocinio era tan puta como cualquier chuchumeca de Atenas; cuando a un hombre le venía en gana echar un polvo con una de esas pécoras, no tenía para qué gastar palalbras; bastábale con cerrar el puño, levantando el dedo índice. Si la hembra no estaba con patente sucia, o tenía otro compromiso ajustado, le contestaba cerrando el pulgar, en la forma de anillo o círculo.
Y ya saben ustedes, por si lo ignoraban, cuál fue el origen de esta mímica, que hasta ahora subsiste, entre las mozas de burdel. El macho también formaba anillo, metía en él el índice, y daba luego un taponazo, que era como decir: All right.
Barruntos tenía el rey de las frecuentes jugarretas de su coima, pero no se atrevía a rezongar, por falta de pruebas; al cabo, durmiósele un día el diablo a la muchacha y sorprendiéndola su señor, como dice la Epístola de San Pablo illa sub, ilte super, allí fue Troya. Don Juan la encerró, por un año, en la prisión de prostitutas, y mandó al chico al Seminario de Lisboa; corriendo los tiempos, lo hizo arzobispo de Coimbra.
Jubilada ya Patrocinio en la milicia de Venus, aunque nunca había estado en correspon dencia con su ilustrísimo y reverendísimo hijo, no pudo negarse a dar una carta de recomendación, a su confesor, para el arzobispo de Coimbra, llamado a entender en el asunto que la llevara al Portugal.
Leyó su Ilustrísima la carta, complació al portador en sus pretensiones, y cuando éste fue a despedirse, pidiéndole órdenes para Río de Janeiro, le dio la siguiente carta para Patrocinio:
Señora: Su recomendado le dirá que lo he servido a pedir de boca. No vuelva usted a escribirme, y menos tratándome como cosa suya, porque os filhos naturales do rey non tenlqern madre. Dios la guarde.
No era Patrocinio de esas que lloran a lágrimas de hormiga viuda, ni habría ido a Roma a consultar al Padre Santo la respuesta que cabría dar a la fatuidad del arzobispillo.
He aquí su contestación:
Señor mío: Agradeciendo las atenciones que a mi confesor ha dispensado, cúmpleme decirle que os filhos de puta non tenhem padre. Dios le guarde.
Ricardo Palma
Cuando el rey don Juan de Portugal se vio forzado, en los primeros años del siglo XIX, a refugiarse en el Brasil, tuvo, pues su majestad fue muy braguetero, por combleza o manfla, querida o menina, a la más linda mulatica de Río de Janeiro, relaciones pecaminosas que, a la larga, dieron por fruto un muchacho, lo que nada tiene de maraviIloso, sino de muy natural y corriente. !Esos polvos traen esos lodosl
Entiendo que la moza exprimió al rey don Juan, dejándoIo con menos jugo que a limón de fresquería.
Dicen las crónicas que Patrocinio, tal se llamaba la bagaza, era caliente y alborotada de rabadilla, lo que la producía gran titilación y reconcomio en el clítoris.
Con ella, los cortesanos no tenían más que invitarla a beber una copa de onfacomelí (licor africano), y... a cabalgar se ha dicho.. .
Sospecho que Patrocinio era tan puta como cualquier chuchumeca de Atenas; cuando a un hombre le venía en gana echar un polvo con una de esas pécoras, no tenía para qué gastar palalbras; bastábale con cerrar el puño, levantando el dedo índice. Si la hembra no estaba con patente sucia, o tenía otro compromiso ajustado, le contestaba cerrando el pulgar, en la forma de anillo o círculo.
Y ya saben ustedes, por si lo ignoraban, cuál fue el origen de esta mímica, que hasta ahora subsiste, entre las mozas de burdel. El macho también formaba anillo, metía en él el índice, y daba luego un taponazo, que era como decir: All right.
Barruntos tenía el rey de las frecuentes jugarretas de su coima, pero no se atrevía a rezongar, por falta de pruebas; al cabo, durmiósele un día el diablo a la muchacha y sorprendiéndola su señor, como dice la Epístola de San Pablo illa sub, ilte super, allí fue Troya. Don Juan la encerró, por un año, en la prisión de prostitutas, y mandó al chico al Seminario de Lisboa; corriendo los tiempos, lo hizo arzobispo de Coimbra.
Jubilada ya Patrocinio en la milicia de Venus, aunque nunca había estado en correspon dencia con su ilustrísimo y reverendísimo hijo, no pudo negarse a dar una carta de recomendación, a su confesor, para el arzobispo de Coimbra, llamado a entender en el asunto que la llevara al Portugal.
Leyó su Ilustrísima la carta, complació al portador en sus pretensiones, y cuando éste fue a despedirse, pidiéndole órdenes para Río de Janeiro, le dio la siguiente carta para Patrocinio:
Señora: Su recomendado le dirá que lo he servido a pedir de boca. No vuelva usted a escribirme, y menos tratándome como cosa suya, porque os filhos naturales do rey non tenlqern madre. Dios la guarde.
No era Patrocinio de esas que lloran a lágrimas de hormiga viuda, ni habría ido a Roma a consultar al Padre Santo la respuesta que cabría dar a la fatuidad del arzobispillo.
He aquí su contestación:
Señor mío: Agradeciendo las atenciones que a mi confesor ha dispensado, cúmpleme decirle que os filhos de puta non tenhem padre. Dios le guarde.
El lechero del convento
Ricardo Palma
Allá, por los años de 1840, era yanacón o arrendatario de unos potreros en la chacra de Inquisidor, vecina a Lima, un andaluz muy burdo, reliquia de los capitulados con Rodil, el cual andaluz mantenía sus obligaciones de familia con el producto de la leche de una docena de vacas, que le proporcionaban renta diaria de tres a cuatro duros.
Todas las mañanas, caballero en guapísimo mulo, dejaba cántaros de leche en el convento de San Francisco, en el Seminario y en el monasterio de Santa Clara, instituciones con las que tenía ajustado formal contrato.
Habiendo una mañana amanecido con fiebre alta, el buen andaluz llamó a su hijo mayor, mozalbete de quince años cumplidos, tan groserote como el padre que lo engendrara, y encomendóle que fuera a la ciudad a hacer la entrega de cántaras, de a ocho azumbres, de leche morisca o sin bautizar.
Llegado a la portería de Santa Clara, donde con la hermana portera estaban de tertulia matinal la sacristana, la confesonariera, la refitolera y un par de monjitas más, informó a aquella de que, por enfermedad de su padre, venía él a llenar el compromiso.
La portera, que de suyo era parlanchina, le preguntó:
--¿Y tienen ustedes muchas vacas?
--Algunas, madrecita.
--Por supuesto que estarán muy gordas...
--Hay de todo, madrecita; las vacas que joden están muy gordas, pero las que no joden están más flacas que usted, y eso que tenemos un toro que es un grandísimo jodedor.
--!Jesús! !Jesús!--gritaron, escandalizadas, las inocentes monjitas--. Toma los ocho reales de la leche y no vuelvas a venir, sucio, cochino, ! desvergonzado l ! sirverguenza !
De regreso a la chacra, dio, el muy zamarro, cuenta a su padre de la manera como había desempeñado su comisión, refiriéndole, también, lo ocurrido con la portera.
--!Cojones! !Pedazo de bestia! !Buena la has hecho, hijo de puta! Ir con esas pendejadas a calentar a las monjas. !Hoy te mato a palos, canalla!
Y le arrimó una buena zurribanda.
A la mañana siguiente, fue el patán andaluz llevando la leche al monasterio, y por todo el camino iba cavilando sobre la satisfacción que se creía obligado a dar a las monjas.
--Madrecitas --les dijo--, vengo a pedirles mil perdones, por las bestialidades que dijo ayer, ese zopenco de mi hijo.
--No ponga usted caso en eso, ño Prisciliano--contestó una de las monjas--, son cosas de muchacho inocente, que no sabe lo que habla.
Se sulfuró al oír esto ño Prisciliano; como yo, tenía tirria y enemiga con los inocentones.
--¿Inocentón, mi hijo? No lo crea usted, madre. !Coño y recoño! Como que no sabe usted, que el otro día lo sorprendí con tamaño pinga en la mano, cascándose tres golpes de puñeta. !Carajo, con el inocentón!
Y las monjas, poniéndose las manos en los oídos, echaron a correr como palomas asustadas por el gavilán.
Adivinarse deja, que cambiaron de lechero.
Ricardo Palma
Allá, por los años de 1840, era yanacón o arrendatario de unos potreros en la chacra de Inquisidor, vecina a Lima, un andaluz muy burdo, reliquia de los capitulados con Rodil, el cual andaluz mantenía sus obligaciones de familia con el producto de la leche de una docena de vacas, que le proporcionaban renta diaria de tres a cuatro duros.
Todas las mañanas, caballero en guapísimo mulo, dejaba cántaros de leche en el convento de San Francisco, en el Seminario y en el monasterio de Santa Clara, instituciones con las que tenía ajustado formal contrato.
Habiendo una mañana amanecido con fiebre alta, el buen andaluz llamó a su hijo mayor, mozalbete de quince años cumplidos, tan groserote como el padre que lo engendrara, y encomendóle que fuera a la ciudad a hacer la entrega de cántaras, de a ocho azumbres, de leche morisca o sin bautizar.
Llegado a la portería de Santa Clara, donde con la hermana portera estaban de tertulia matinal la sacristana, la confesonariera, la refitolera y un par de monjitas más, informó a aquella de que, por enfermedad de su padre, venía él a llenar el compromiso.
La portera, que de suyo era parlanchina, le preguntó:
--¿Y tienen ustedes muchas vacas?
--Algunas, madrecita.
--Por supuesto que estarán muy gordas...
--Hay de todo, madrecita; las vacas que joden están muy gordas, pero las que no joden están más flacas que usted, y eso que tenemos un toro que es un grandísimo jodedor.
--!Jesús! !Jesús!--gritaron, escandalizadas, las inocentes monjitas--. Toma los ocho reales de la leche y no vuelvas a venir, sucio, cochino, ! desvergonzado l ! sirverguenza !
De regreso a la chacra, dio, el muy zamarro, cuenta a su padre de la manera como había desempeñado su comisión, refiriéndole, también, lo ocurrido con la portera.
--!Cojones! !Pedazo de bestia! !Buena la has hecho, hijo de puta! Ir con esas pendejadas a calentar a las monjas. !Hoy te mato a palos, canalla!
Y le arrimó una buena zurribanda.
A la mañana siguiente, fue el patán andaluz llevando la leche al monasterio, y por todo el camino iba cavilando sobre la satisfacción que se creía obligado a dar a las monjas.
--Madrecitas --les dijo--, vengo a pedirles mil perdones, por las bestialidades que dijo ayer, ese zopenco de mi hijo.
--No ponga usted caso en eso, ño Prisciliano--contestó una de las monjas--, son cosas de muchacho inocente, que no sabe lo que habla.
Se sulfuró al oír esto ño Prisciliano; como yo, tenía tirria y enemiga con los inocentones.
--¿Inocentón, mi hijo? No lo crea usted, madre. !Coño y recoño! Como que no sabe usted, que el otro día lo sorprendí con tamaño pinga en la mano, cascándose tres golpes de puñeta. !Carajo, con el inocentón!
Y las monjas, poniéndose las manos en los oídos, echaron a correr como palomas asustadas por el gavilán.
Adivinarse deja, que cambiaron de lechero.
El clavel disciplinado
Ricardo Palma
Gran cariño tuvo el virrey Amat por su Mayordomo, don Jaime, que, como su Excelencia, era catalán que bailaba el trompo en la uña y un portento de habilidad en lo de allegar monedas.
La gente de escaleras abajo hablaba pestes sobre los latrocinios, pero los que estaban sentados sobre la cola, que eran la mayoría palaciegos, decían que tal murmuración no era lícita y que encarnaba algo de rebeldía contra su Majestad y los representantes de la corona.
Esta doctrina abunda hoy mismo en partidarios, por lo de quien ofende al can ofende al rabadán.
Así, los clericales, por ejemplo, dicen, que siendo de católicos la gran mayoría del Perú, nadie debía atacar la confesión, ni el celibato sacerdotal, como si en un país donde la mayoría fuera de borrachos no se debería combatir el alcoholismo.
Amat abrigaba el propósito de no regresar a España cuando fuera relevado en el gobierno, y tan decidido estaba a dejar sus huesos en Lima, que hizo construir, en la vecindad del monasterio del Prado, una magnífica casa, con el nombre de Quinta del Rincón.
Podría, hoy mismo, ese edificio competir con muchos de los más aristocráticos de España; pero, como es sabido, fueron tantos y tales los quebraderos de cabeza que llovieron sobre el ex virrey, en el juició de residencia, que aburrido al cabo, se embarcó para la Metrópoli, haciendo regaIo de la señorial residencia, al paisano, amigo y mayordomo.
Decía la voz pública, que es hembra vocinglera y calumniadora, que don Jaime había sido en Palacio correveidile o intermediario de su Excelencia para todo negocio nada limpio, y como siempre Ias puIgas pican, de preferencia, al perro flaco, resultó que muchos de los perjudicados, más que al virrey, odiaban al mayordomo.
Una noche, sonadas ya las ocho, se aproximaba don Jaime a la Quinta del Rincón, cuando le cayeron encima dos embozados que, puñal en mano, lo amenazaron con matarlo si daba gritos pidiendo socorro. Resignóse el catalán a seguirlos, que el argumerlto del puñal no admitía vuelta de hoja, y lo condujeron al Cercado, lugarejo que, por esos tiempos, era de espantosa lobreguez.
Allí le vendaron los ojos y, calle adelante, lo metieron en una casuca donde, a calzón quitado, le aplicaron veinticinco azotes, con látigo de dos ramales, y así, con el rabo bien caliente, lo acompañaron hasta dejarlo en la plazuela del Prado.
Al día siguiente, era popular en Lima este pasquín:
Don Jaime, te han azotado
Y por si esto te desvela
A Amat dile que te huela
El clavel disciplinado.
Por supuesto que una copia de este pasquín llegó a manos del virrey, quien, atragantándosele el tercer verso, dijo:
Que le huela... que le huela...
Que se lo huela su abuela.
Ricardo Palma
Gran cariño tuvo el virrey Amat por su Mayordomo, don Jaime, que, como su Excelencia, era catalán que bailaba el trompo en la uña y un portento de habilidad en lo de allegar monedas.
La gente de escaleras abajo hablaba pestes sobre los latrocinios, pero los que estaban sentados sobre la cola, que eran la mayoría palaciegos, decían que tal murmuración no era lícita y que encarnaba algo de rebeldía contra su Majestad y los representantes de la corona.
Esta doctrina abunda hoy mismo en partidarios, por lo de quien ofende al can ofende al rabadán.
Así, los clericales, por ejemplo, dicen, que siendo de católicos la gran mayoría del Perú, nadie debía atacar la confesión, ni el celibato sacerdotal, como si en un país donde la mayoría fuera de borrachos no se debería combatir el alcoholismo.
Amat abrigaba el propósito de no regresar a España cuando fuera relevado en el gobierno, y tan decidido estaba a dejar sus huesos en Lima, que hizo construir, en la vecindad del monasterio del Prado, una magnífica casa, con el nombre de Quinta del Rincón.
Podría, hoy mismo, ese edificio competir con muchos de los más aristocráticos de España; pero, como es sabido, fueron tantos y tales los quebraderos de cabeza que llovieron sobre el ex virrey, en el juició de residencia, que aburrido al cabo, se embarcó para la Metrópoli, haciendo regaIo de la señorial residencia, al paisano, amigo y mayordomo.
Decía la voz pública, que es hembra vocinglera y calumniadora, que don Jaime había sido en Palacio correveidile o intermediario de su Excelencia para todo negocio nada limpio, y como siempre Ias puIgas pican, de preferencia, al perro flaco, resultó que muchos de los perjudicados, más que al virrey, odiaban al mayordomo.
Una noche, sonadas ya las ocho, se aproximaba don Jaime a la Quinta del Rincón, cuando le cayeron encima dos embozados que, puñal en mano, lo amenazaron con matarlo si daba gritos pidiendo socorro. Resignóse el catalán a seguirlos, que el argumerlto del puñal no admitía vuelta de hoja, y lo condujeron al Cercado, lugarejo que, por esos tiempos, era de espantosa lobreguez.
Allí le vendaron los ojos y, calle adelante, lo metieron en una casuca donde, a calzón quitado, le aplicaron veinticinco azotes, con látigo de dos ramales, y así, con el rabo bien caliente, lo acompañaron hasta dejarlo en la plazuela del Prado.
Al día siguiente, era popular en Lima este pasquín:
Don Jaime, te han azotado
Y por si esto te desvela
A Amat dile que te huela
El clavel disciplinado.
Por supuesto que una copia de este pasquín llegó a manos del virrey, quien, atragantándosele el tercer verso, dijo:
Que le huela... que le huela...
Que se lo huela su abuela.
Otra improvisación del ciego de la Merced
Ricardo Palma
Señor, Dios ,que nos dejaste
Por patrimonio y herencia
La Pobreza y la Indigencia
Cosas que tú tanto amaste
Si era tan buena la cosa
Allá a tu mansión gloriosa
Do los ángeles se mueven
Que no juegan, que no beben
Ni fornican a una moza
¿Por qué no te las llevaste
Ricardo Palma
Señor, Dios ,que nos dejaste
Por patrimonio y herencia
La Pobreza y la Indigencia
Cosas que tú tanto amaste
Si era tan buena la cosa
Allá a tu mansión gloriosa
Do los ángeles se mueven
Que no juegan, que no beben
Ni fornican a una moza
¿Por qué no te las llevaste
Un calembour
Ricardo Palma
Fray Francisco del Castillo, más generalmente conocido por el Ciego de la Merced, fue un gran repentista o improvisador; su popularidad era grande en Lima, allá por los años de 1740 a 1770.
Cuéntase que habiendo una hembra solicitado divorcio, fundándose en que su marido era poseedor de un bodoque monstruosamente largo, gordo, cabezudo y en que a veces, a lo mejor de la jodienda, se quitaba el pañuelo que le servía de corbata al monstruo y largaba el chicote en banda, sucedió que se apartaba de la querella, reconciliándose con su macho. Refirieron el caso al ciego y éste dijo:
No encuentro fenomenal
El que eso haya acontecido
Porque o la cueva ha crecido
O ha menguado el animal.
Llegada la improvisación a oídos del Comendador o Provincial de los mercedarios, éste amonestó al poeta, en presencia de varios frailes, para que se abstuviera de tributar culto a la musa obscena.
Retirado el Superior, quedaron algunos frailes formando corrillo y embromando al ciego por la repasata sufrida.
--¿Y qué dice ahora de bueno, el hermano Castillo?--preguntó uno de los reverendos.
El hermano Castillo dijo:
El chivato de Cimbal,
Símbolo de los cabrones,
Tiene tan grandes cojones
Como el Padre Provincial.
Rieron todos de la desvergonzada redondilla, pues parece que el Superior, nacido en un pueblo del norte, llamado Cimbal, no era de los que por la castidad conquistan el cielo.
No faltó oficioso que fuera con el chisme a su paternidad reverenda, quien castigó al ciego con una semana de encierro en la celda y de ayuno a pan y agua.
Los conventuales, amigos del lego poeta, le dijeron que podía libertarse de la malquerencia del prelado aviniéndose a dar una satisfacclón.
El Padre Castillo echó cuentas consigo mismo y sacó en claro que, siendo él cántaro frágil y el Comendador piedra berroqueña, lo discreto era no seguir en la lucha del débil contra el fuerte; a esa sazón, paseaba su reverencia por el claustro y, arrodillándose ante él, nuestro lego poeta lo satisfizo con el siguiente, muy ingenioso Calembour:
Pues lo dije, ya lo dije; Mas digo que dije mal, Pues lo tiene como dije Nuestro Padre Provincial.
Ricardo Palma
Fray Francisco del Castillo, más generalmente conocido por el Ciego de la Merced, fue un gran repentista o improvisador; su popularidad era grande en Lima, allá por los años de 1740 a 1770.
Cuéntase que habiendo una hembra solicitado divorcio, fundándose en que su marido era poseedor de un bodoque monstruosamente largo, gordo, cabezudo y en que a veces, a lo mejor de la jodienda, se quitaba el pañuelo que le servía de corbata al monstruo y largaba el chicote en banda, sucedió que se apartaba de la querella, reconciliándose con su macho. Refirieron el caso al ciego y éste dijo:
No encuentro fenomenal
El que eso haya acontecido
Porque o la cueva ha crecido
O ha menguado el animal.
Llegada la improvisación a oídos del Comendador o Provincial de los mercedarios, éste amonestó al poeta, en presencia de varios frailes, para que se abstuviera de tributar culto a la musa obscena.
Retirado el Superior, quedaron algunos frailes formando corrillo y embromando al ciego por la repasata sufrida.
--¿Y qué dice ahora de bueno, el hermano Castillo?--preguntó uno de los reverendos.
El hermano Castillo dijo:
El chivato de Cimbal,
Símbolo de los cabrones,
Tiene tan grandes cojones
Como el Padre Provincial.
Rieron todos de la desvergonzada redondilla, pues parece que el Superior, nacido en un pueblo del norte, llamado Cimbal, no era de los que por la castidad conquistan el cielo.
No faltó oficioso que fuera con el chisme a su paternidad reverenda, quien castigó al ciego con una semana de encierro en la celda y de ayuno a pan y agua.
Los conventuales, amigos del lego poeta, le dijeron que podía libertarse de la malquerencia del prelado aviniéndose a dar una satisfacclón.
El Padre Castillo echó cuentas consigo mismo y sacó en claro que, siendo él cántaro frágil y el Comendador piedra berroqueña, lo discreto era no seguir en la lucha del débil contra el fuerte; a esa sazón, paseaba su reverencia por el claustro y, arrodillándose ante él, nuestro lego poeta lo satisfizo con el siguiente, muy ingenioso Calembour:
Pues lo dije, ya lo dije; Mas digo que dije mal, Pues lo tiene como dije Nuestro Padre Provincial.
De buena a bueno
Ricardo Palma
La verdad purita es que, desde que desapareció la tapada, de sayo y manto, desapareció también la sal criolla de la mujer limeña. Era delicioso ir, hasta 1856, a Ia alameda de los Descalzos el día de la porciúncula y en el de San Juan, a la alameda de Acho, en una tarde de toros, y escuchar el tiroteo de agudezas enl:re ellas y ellos, que los limeños no se quedaban rezagados en la chispa de las respuestas; compruebalo este cuentecito:
Iba en la muy concurrida procesión de Santa Rosa, persiguiendo a gentil tapada, un colegialito de San Carlos, mozo de veintle pascuas floridas, correcto en la indumentaria y de simpático coranvobis, realzado con lentes de oro, cabalgados sobre la nariz.
Lucía la tapada un brazo regordete y con hoyuelos, y al andar tenía un cucuteo como para resucitar difuntos, dejando ver un piecesito que cabría holgado en la juntura de dos losas de la calle.
Rompió los fuegos el galán, diciéndole a Ia incógnita belIeza:
Me pego de balazos, con cualquiera, que me diga que no eres hechicera.
--¿ Versaina tenemos? !Límpiate que estás de huevo y déjame en paz, cuatro ojos!
--Te equivocas, tengo cinco, un taco para el quinto. ¿Y a ti en el sexto, cuántos te han puesto?
Ricardo Palma
La verdad purita es que, desde que desapareció la tapada, de sayo y manto, desapareció también la sal criolla de la mujer limeña. Era delicioso ir, hasta 1856, a Ia alameda de los Descalzos el día de la porciúncula y en el de San Juan, a la alameda de Acho, en una tarde de toros, y escuchar el tiroteo de agudezas enl:re ellas y ellos, que los limeños no se quedaban rezagados en la chispa de las respuestas; compruebalo este cuentecito:
Iba en la muy concurrida procesión de Santa Rosa, persiguiendo a gentil tapada, un colegialito de San Carlos, mozo de veintle pascuas floridas, correcto en la indumentaria y de simpático coranvobis, realzado con lentes de oro, cabalgados sobre la nariz.
Lucía la tapada un brazo regordete y con hoyuelos, y al andar tenía un cucuteo como para resucitar difuntos, dejando ver un piecesito que cabría holgado en la juntura de dos losas de la calle.
Rompió los fuegos el galán, diciéndole a Ia incógnita belIeza:
Me pego de balazos, con cualquiera, que me diga que no eres hechicera.
--¿ Versaina tenemos? !Límpiate que estás de huevo y déjame en paz, cuatro ojos!
--Te equivocas, tengo cinco, un taco para el quinto. ¿Y a ti en el sexto, cuántos te han puesto?
!Tajo o tejo!
Ricardo Palma
El único teatro que, por los años de 1680, poseía Lima, estaba situado en la calle de San Agustín, en un solar o corralón que, por el fon do, colindaba con la calle de Valladolid, y era una compañía de histriones o cómicos de la legua la que actuaba.
Ensayábase una mañana no sé qué comedia de Calderón o de Lope, en la que el galán principiaba un parlamento con estos versos:
Alcánzar que sobre el Tejo
Lo de Tejo hubo de parecer al apuntador errata de la copia, y corrigiendo al cómico, le dijo:
--!Tajo!, Tajo!
Este no quiso hacerle caso y repitió el verso: Alcánzar que sobre el Tejo
--Ya le he dicho a usted que no es sobre el Tejo . . .
--Bueno, pues--contestó el galán, resignándose a obedecer--, sea como usted dice, pero ya verá lo que resulta--y declamó la redondilla:
Alcázar que sobre el Tajo
Blandamente te reclinas
Y en sus aguas cristalinas
Te ves como en un espajo.
Y voIviendo al apuntador, le dijo, con aire de triunfo
¿Ya lo ve usted, so carajo,
Cómo era Tejo y no Tajo?
A lo que aquél, sin darse por vencido, con
Pues disparató el poeta
!Puñeta!
Ricardo Palma
El único teatro que, por los años de 1680, poseía Lima, estaba situado en la calle de San Agustín, en un solar o corralón que, por el fon do, colindaba con la calle de Valladolid, y era una compañía de histriones o cómicos de la legua la que actuaba.
Ensayábase una mañana no sé qué comedia de Calderón o de Lope, en la que el galán principiaba un parlamento con estos versos:
Alcánzar que sobre el Tejo
Lo de Tejo hubo de parecer al apuntador errata de la copia, y corrigiendo al cómico, le dijo:
--!Tajo!, Tajo!
Este no quiso hacerle caso y repitió el verso: Alcánzar que sobre el Tejo
--Ya le he dicho a usted que no es sobre el Tejo . . .
--Bueno, pues--contestó el galán, resignándose a obedecer--, sea como usted dice, pero ya verá lo que resulta--y declamó la redondilla:
Alcázar que sobre el Tajo
Blandamente te reclinas
Y en sus aguas cristalinas
Te ves como en un espajo.
Y voIviendo al apuntador, le dijo, con aire de triunfo
¿Ya lo ve usted, so carajo,
Cómo era Tejo y no Tajo?
A lo que aquél, sin darse por vencido, con
Pues disparató el poeta
!Puñeta!
El carajo de Sucre
Ricardo Palma
El mariscal Antonio José de Sucre fue un hombre muy culto y muy decoroso en palabras. Contrastaba en esto con Bolívar. Jamás se oyó de su boca un vocablo obsceno, ni una interjección de cuartel, cosa tan común entre militares. Aun cuando (lo que fue raro en él) se encolerizaba por gravísima causa, limitábase a morderse los labios; puede decirse que tenía lo que llaman la cólera blanca.
Tal vez fundaba su orgullo en que nadie pudiera decir que lo había visto proferir una palabra soez, pecadilIo de que muchos santos, con toda su santidad, no se libraron.
El mismo Santo Domingo cuando, crucifico en mano, encabezó la matanza de los albigenses, echaba cada "Sacre nom de Dieu" y cada taco, que hacía temblar al mundo y sus alrededores.
Quizás tienen ustedes noticia del obispo, señor Cuero, arzobispo de Bogotá y que murió en olor de santidad; pues su Ilustrísima, cuando el Evangelio de la misa era muy largo, pasaba por alto algunos versículos, diciendo: Estas son pendejadas del Evangelista y por eso no las leo.
Sólo el mariscal Miller fue, entre los pro-hombres de la patria vieja, el único que jamás empleó en sus rabietas el cuartelero !carajo!
El juraba en inglés y por eso un "God dam!" de Miller, (Dios me condene), a nadie impresionaba. Cuentan del bravo británico que, al escapar de Arequipa perseguido por un piquete de caballería española, pasó frente a un balcón en el que estaban tres damas godas de primera agua, que gritaron al fugitivo:
--!Abur, gringo pícaro!
Miller detuvo al caballo y contestó:
--Lo de gringo es cierto y lo de pícaro no está probado, pero lo que es una verdad más grande que la Biblia es que ustedes son feas, viejas y putas. !God dam!
Volviendo a Sucre, de quien la digresión milleresca nos ha alejado un tantico, hay que traer a cuento el aforismo que dice: "Nadie diga de esta agua no beberé".
El día de la horrenda, de la abominable tragedia de Berruecos, al oírse la detonación del arma de fuego, exclamó Sucre, cayendo del caballo:
--!Carajo!, un balazo...
Y no pronunció más palabra.
Desde entonces, quedó como refrán el decir a una persona, cuando jura y rejura que en su vida no cometerá tal o cual acción, buena o mala:
-!Hombre, quién sabe si no nos saldrá usted un día con el Carajo de Sucre!
Ricardo Palma
El mariscal Antonio José de Sucre fue un hombre muy culto y muy decoroso en palabras. Contrastaba en esto con Bolívar. Jamás se oyó de su boca un vocablo obsceno, ni una interjección de cuartel, cosa tan común entre militares. Aun cuando (lo que fue raro en él) se encolerizaba por gravísima causa, limitábase a morderse los labios; puede decirse que tenía lo que llaman la cólera blanca.
Tal vez fundaba su orgullo en que nadie pudiera decir que lo había visto proferir una palabra soez, pecadilIo de que muchos santos, con toda su santidad, no se libraron.
El mismo Santo Domingo cuando, crucifico en mano, encabezó la matanza de los albigenses, echaba cada "Sacre nom de Dieu" y cada taco, que hacía temblar al mundo y sus alrededores.
Quizás tienen ustedes noticia del obispo, señor Cuero, arzobispo de Bogotá y que murió en olor de santidad; pues su Ilustrísima, cuando el Evangelio de la misa era muy largo, pasaba por alto algunos versículos, diciendo: Estas son pendejadas del Evangelista y por eso no las leo.
Sólo el mariscal Miller fue, entre los pro-hombres de la patria vieja, el único que jamás empleó en sus rabietas el cuartelero !carajo!
El juraba en inglés y por eso un "God dam!" de Miller, (Dios me condene), a nadie impresionaba. Cuentan del bravo británico que, al escapar de Arequipa perseguido por un piquete de caballería española, pasó frente a un balcón en el que estaban tres damas godas de primera agua, que gritaron al fugitivo:
--!Abur, gringo pícaro!
Miller detuvo al caballo y contestó:
--Lo de gringo es cierto y lo de pícaro no está probado, pero lo que es una verdad más grande que la Biblia es que ustedes son feas, viejas y putas. !God dam!
Volviendo a Sucre, de quien la digresión milleresca nos ha alejado un tantico, hay que traer a cuento el aforismo que dice: "Nadie diga de esta agua no beberé".
El día de la horrenda, de la abominable tragedia de Berruecos, al oírse la detonación del arma de fuego, exclamó Sucre, cayendo del caballo:
--!Carajo!, un balazo...
Y no pronunció más palabra.
Desde entonces, quedó como refrán el decir a una persona, cuando jura y rejura que en su vida no cometerá tal o cual acción, buena o mala:
-!Hombre, quién sabe si no nos saldrá usted un día con el Carajo de Sucre!
El desmemoriado
Ricardo Palma
Cuando en 1825 fue Bolívar a Bolivia, mandaba la guarnición de Potosí el coronel don Nicolás Medina, que era un llanero de la pampa venezolana, de gigantesca estatura y tan valiente como el Cid Campeador, pero en punto a ilustración era un semi salvaje, un bestia, al que habia que amarrar para afeitarlo.
Deber oficial era para nuestro coronel, dirigir algunas
palabras de bienvenida al Libertador, y un tinterillo de Potosi se encargo de sacar de atrenzos a la autoridad escribiendole la siguiente arenga: " Excelentisimo Señor: hoy, al dar a V.E. la bienvenida, pido a la divina Providencia que lo colme de favores para prosperidad de la Independencia Americana. He dicho".
Todavía estaba en su apogeo, sobre todo en el Alto Perú, el anagrama: "Omnis libravo", formado con las letras de Simón Bolivar. Pronto llegarían los tiempos en que sería más popular este pasquín:
Si a Bolívar la letra con que empieza
Y aquella con que acaba le quitamos,
De la Paz con la Oliva nos quedamos.
Eso quiere decir, que de ese pieza,
La cabeza y los pies cortar debemos
Si una Paz perdurable apetecemos.
Una semana pasó Medina fatigando con el estudio de la arenga la memoria que, como se verá, era en él bastante flaca.
En el pueblecito de Yocoya, a poco mas de una legua de Potosí, hizo Medina que la tropa que lo acompañaba presentase las armas y, deteniendo su caballo, delante del Libertador, dijo después de saludar militarmente:
--Excelentísimo Señor. .. (gran pausa), ExceIentísimo Señor Libertador. . . (más larga pausa).. --y dándose una palmada en la frente, exclamó: !Carajo!... Yo no sirvo para estas palanganadas, sino para meter lanza y sablear gente. Esta mañana me sabía la arenga como agua, y ahora no me acuerdo ni de una puñetera palabrita. Me cago en el muy cojudo que me la escribió.
--Déjelo, coronel--le contestó Bolívar sonriendo--, yo sé, desde Carabobo y Boyacá, que usted no es más que un hombre de hechos, y de hechos gloriosos.
---Pero eso no impide, general, que yo reniegue de esta memoria tan jodida que Dios me ha dado.
Ricardo Palma
Cuando en 1825 fue Bolívar a Bolivia, mandaba la guarnición de Potosí el coronel don Nicolás Medina, que era un llanero de la pampa venezolana, de gigantesca estatura y tan valiente como el Cid Campeador, pero en punto a ilustración era un semi salvaje, un bestia, al que habia que amarrar para afeitarlo.
Deber oficial era para nuestro coronel, dirigir algunas
palabras de bienvenida al Libertador, y un tinterillo de Potosi se encargo de sacar de atrenzos a la autoridad escribiendole la siguiente arenga: " Excelentisimo Señor: hoy, al dar a V.E. la bienvenida, pido a la divina Providencia que lo colme de favores para prosperidad de la Independencia Americana. He dicho".
Todavía estaba en su apogeo, sobre todo en el Alto Perú, el anagrama: "Omnis libravo", formado con las letras de Simón Bolivar. Pronto llegarían los tiempos en que sería más popular este pasquín:
Si a Bolívar la letra con que empieza
Y aquella con que acaba le quitamos,
De la Paz con la Oliva nos quedamos.
Eso quiere decir, que de ese pieza,
La cabeza y los pies cortar debemos
Si una Paz perdurable apetecemos.
Una semana pasó Medina fatigando con el estudio de la arenga la memoria que, como se verá, era en él bastante flaca.
En el pueblecito de Yocoya, a poco mas de una legua de Potosí, hizo Medina que la tropa que lo acompañaba presentase las armas y, deteniendo su caballo, delante del Libertador, dijo después de saludar militarmente:
--Excelentísimo Señor. .. (gran pausa), ExceIentísimo Señor Libertador. . . (más larga pausa).. --y dándose una palmada en la frente, exclamó: !Carajo!... Yo no sirvo para estas palanganadas, sino para meter lanza y sablear gente. Esta mañana me sabía la arenga como agua, y ahora no me acuerdo ni de una puñetera palabrita. Me cago en el muy cojudo que me la escribió.
--Déjelo, coronel--le contestó Bolívar sonriendo--, yo sé, desde Carabobo y Boyacá, que usted no es más que un hombre de hechos, y de hechos gloriosos.
---Pero eso no impide, general, que yo reniegue de esta memoria tan jodida que Dios me ha dado.
La pinga del libertador
Ricardo Palma
Tan dado era Don Simón Bolivar a singularizarse, que hasta su interjección de cuartel era distinta de la que empleaban los demás militares de la época. Donde un español o un americano habrían dicho: !Vaya Ud. al carajo!, Bolívar decía: !Vaya usted a la pinga!
Histórico es que cuando en la batalla de Junín, ganada al principio por la caballería realista que puso en fuga a la colombiana, se cambió la tortilla, gracias a la oportuna carga de de un regimiento Peruano, varios jinetes pasaron cerca del General y, acaso por alagar su colombianismo, gritaron: !Vivan los lanceron de Colombia! Bolívar, que había presenciado las peripecias todas del combate, contestó, dominado por justiciero impulso: !La pinga! !Vivan los lanceros del Perú!
Desde entonces fue popular interjección esta frase: !La pinga del libertador!
Este parágrafo lo escribo para lectores del siglo XX, pues tengo por seguro que la obscena interjección morirá junto con el último nieto de los soldados de la Independencia, como desaparecerá también la proclama que el general Lara dirigió a su división al romperse los fuegos en el campo de Ayacucho: "!Zambos del carajo! Al frente están esos puñeteros españoles. El que aquí manda la batalla es Antonio José de Sucre, que, como saben ustedes, no es ningún pendejo de junto al culo, con que así, fruncir los cojones y a ellos".
En cierto pueblo del norte existía, allá por los años de 1850, una acaudalada jamona ya con derecho al goce de cesantía en los altares de Venus, la cual jamona era el non plus ultra de la avaricia; llamábase Doña Gila y era, en su conversación, hembra más cócora o fastidiosa que una cama colonizada por chinches.
Uno de sus vecinos, Don Casimiro Piñateli, joven agricultor, que poseía un pequeño fundo rústico colindante con terrenos de los que era propietaria Doña Gila, propuso a ésta comprárselos si los valorizaba en precio módico.
--Esas cinco hectáreas de campo--dijo la jamona--, no puedo vendérselas en menos de dos mil pesos.
--Señora--contestó el proponente--, me asusta usted con esa suma, pues a duras penas puedo disponer de quinientos pesos para comprarlas.
--Que por eso no se quede--replicó con amabilidad Doña Gila--, pues siendo usted, como me consta, un hombre de bien, me pagará el resto en especies, cuando y como pueda, que plata es lo que plata vale. ¿No tiene usted quesos que parecen mantequilla?
--Sí, señora.
--Pues recibo. ¿No tiene usted vacas lecheras?
--Sí, señora.
--Pues recibo. ¿No tiene usted chanchos de ceba?
--Sí, señora.
--Pues recibo. ¿No tiene usted siquiera un par de buenos caballos?
Aquí le faltó la paciencia a don Casimiro que, como eximio jinete, vivía muy encariñado con sus bucéfalos, y mirando con sorna a la vieja, le dijo:
--¿Y no quisiera usted, doña Gila, la pinga del Libertador?
Y la jamona, que como mujer no era ya colchonable (hace falta en el Diccionario la palabrita), considerando que tal vez se trataba de alguna alhaja u objeto codiciable, contestó sin inmutarse:
--Dándomela a buen precio, también recibo la pinga.
Ricardo Palma
Tan dado era Don Simón Bolivar a singularizarse, que hasta su interjección de cuartel era distinta de la que empleaban los demás militares de la época. Donde un español o un americano habrían dicho: !Vaya Ud. al carajo!, Bolívar decía: !Vaya usted a la pinga!
Histórico es que cuando en la batalla de Junín, ganada al principio por la caballería realista que puso en fuga a la colombiana, se cambió la tortilla, gracias a la oportuna carga de de un regimiento Peruano, varios jinetes pasaron cerca del General y, acaso por alagar su colombianismo, gritaron: !Vivan los lanceron de Colombia! Bolívar, que había presenciado las peripecias todas del combate, contestó, dominado por justiciero impulso: !La pinga! !Vivan los lanceros del Perú!
Desde entonces fue popular interjección esta frase: !La pinga del libertador!
Este parágrafo lo escribo para lectores del siglo XX, pues tengo por seguro que la obscena interjección morirá junto con el último nieto de los soldados de la Independencia, como desaparecerá también la proclama que el general Lara dirigió a su división al romperse los fuegos en el campo de Ayacucho: "!Zambos del carajo! Al frente están esos puñeteros españoles. El que aquí manda la batalla es Antonio José de Sucre, que, como saben ustedes, no es ningún pendejo de junto al culo, con que así, fruncir los cojones y a ellos".
En cierto pueblo del norte existía, allá por los años de 1850, una acaudalada jamona ya con derecho al goce de cesantía en los altares de Venus, la cual jamona era el non plus ultra de la avaricia; llamábase Doña Gila y era, en su conversación, hembra más cócora o fastidiosa que una cama colonizada por chinches.
Uno de sus vecinos, Don Casimiro Piñateli, joven agricultor, que poseía un pequeño fundo rústico colindante con terrenos de los que era propietaria Doña Gila, propuso a ésta comprárselos si los valorizaba en precio módico.
--Esas cinco hectáreas de campo--dijo la jamona--, no puedo vendérselas en menos de dos mil pesos.
--Señora--contestó el proponente--, me asusta usted con esa suma, pues a duras penas puedo disponer de quinientos pesos para comprarlas.
--Que por eso no se quede--replicó con amabilidad Doña Gila--, pues siendo usted, como me consta, un hombre de bien, me pagará el resto en especies, cuando y como pueda, que plata es lo que plata vale. ¿No tiene usted quesos que parecen mantequilla?
--Sí, señora.
--Pues recibo. ¿No tiene usted vacas lecheras?
--Sí, señora.
--Pues recibo. ¿No tiene usted chanchos de ceba?
--Sí, señora.
--Pues recibo. ¿No tiene usted siquiera un par de buenos caballos?
Aquí le faltó la paciencia a don Casimiro que, como eximio jinete, vivía muy encariñado con sus bucéfalos, y mirando con sorna a la vieja, le dijo:
--¿Y no quisiera usted, doña Gila, la pinga del Libertador?
Y la jamona, que como mujer no era ya colchonable (hace falta en el Diccionario la palabrita), considerando que tal vez se trataba de alguna alhaja u objeto codiciable, contestó sin inmutarse:
--Dándomela a buen precio, también recibo la pinga.
La consigna de Lara
Ricardo Palma
El general Jacinto Lara era uno de los más guapos llaneros de Venezuela y el hombre más burdo y desvergonzado que Dios echara sobre la tierra; lo acredita la famosa proclama que dirigió a su división al romperse los fueros en Ayacucho.
El Libertador tuvo siempre predilección por Lara, y lo hacían reir sus groserías y pachotadas; decía, Don Simón, que como sus colombianos no eran ángeles, había que tolerar el que fuesen desvergonzados y sucios en el lenguaje.
Verdad también que Bolívar, en ocasiones, se acordaba de que era colombiano y escupía palabrotas, sobre todo cuando estaba de sobremesa con media docena de sus íntimos; cuentan, y algo de ello refiere Pruvonena, que habiéndole preguntado uno de los comesales, si aún continuaba en relaciones con cierta aristocrática dama, contestó don Simón:
--Hombre, ya me he desembarcado, porque la tal es una fragata que empieza a hacer agua por todas las costuras.
Un domingo, en momentos que Bolívar iba a montar en el coche, llegó Lara a Palacio y el Libertador le dijo:
--Acompáñame, Jacinto, a hacer algunas visitas, pero te encargo que estés en ellas más callado que un cartujo, porque tú no abres Ia boca sino para soltar alguna barbaridad; con que ya sabes, tu consigna es el silencio; tú necesitas aprender oratoria en escuela de sordomudos.
--Descuida, hombre, que sólo quebrantaré la consigna en caso de que tú me obligues. Te ofrezco ser más mudo que campana sin badajo.
Después de hacer tres o cuatro visitas ceremoniosas, en las que Lara se mantuvo correctamente fiel a la consigna, llegaron a una casa, en la que fueron recibidos, en el salón, por una limeñita, de esas de ojos tan flechadores que, de medio a medio, le atraviesan a un prójimo la anatomía.
--Excuse usted, señor general, a mi hermana, que se priva de la satisfacción de recibirlo, porque está en cama desde anoche en que dio a luz dos niños con toda felicidad.
--Lo celebro --contestó el Libertador--, bravo por las peruanitas que no son mezquinas en dar hijos a la patria. ¿Qué te parece, Lara?
El llanero, por toda respuesta, gruñó:
--Hum... Hum!
Bolívar no se dio por satisfecho con el gruñido, e insistió:
--Contesta, hombre... ¿en qué estás pensando?
--Pues con su venia, mi general, y con la de esta señorita, estaba pensando... en cómo habrá quedado el coño de ancho, después de tal parto.
--!Bárbaro! --exclamó Bolívar, saliendo del salón más que de prisa.
--La culpa es tuya y no mía. ¿Por qué me mandaste romper la consigna? Yo no sé mentir y largué lo que pensaba.
Desde entonces el Libertador quedó escarmentado para no hacer visitas acompañado de don Jacinto.
Ricardo Palma
El general Jacinto Lara era uno de los más guapos llaneros de Venezuela y el hombre más burdo y desvergonzado que Dios echara sobre la tierra; lo acredita la famosa proclama que dirigió a su división al romperse los fueros en Ayacucho.
El Libertador tuvo siempre predilección por Lara, y lo hacían reir sus groserías y pachotadas; decía, Don Simón, que como sus colombianos no eran ángeles, había que tolerar el que fuesen desvergonzados y sucios en el lenguaje.
Verdad también que Bolívar, en ocasiones, se acordaba de que era colombiano y escupía palabrotas, sobre todo cuando estaba de sobremesa con media docena de sus íntimos; cuentan, y algo de ello refiere Pruvonena, que habiéndole preguntado uno de los comesales, si aún continuaba en relaciones con cierta aristocrática dama, contestó don Simón:
--Hombre, ya me he desembarcado, porque la tal es una fragata que empieza a hacer agua por todas las costuras.
Un domingo, en momentos que Bolívar iba a montar en el coche, llegó Lara a Palacio y el Libertador le dijo:
--Acompáñame, Jacinto, a hacer algunas visitas, pero te encargo que estés en ellas más callado que un cartujo, porque tú no abres Ia boca sino para soltar alguna barbaridad; con que ya sabes, tu consigna es el silencio; tú necesitas aprender oratoria en escuela de sordomudos.
--Descuida, hombre, que sólo quebrantaré la consigna en caso de que tú me obligues. Te ofrezco ser más mudo que campana sin badajo.
Después de hacer tres o cuatro visitas ceremoniosas, en las que Lara se mantuvo correctamente fiel a la consigna, llegaron a una casa, en la que fueron recibidos, en el salón, por una limeñita, de esas de ojos tan flechadores que, de medio a medio, le atraviesan a un prójimo la anatomía.
--Excuse usted, señor general, a mi hermana, que se priva de la satisfacción de recibirlo, porque está en cama desde anoche en que dio a luz dos niños con toda felicidad.
--Lo celebro --contestó el Libertador--, bravo por las peruanitas que no son mezquinas en dar hijos a la patria. ¿Qué te parece, Lara?
El llanero, por toda respuesta, gruñó:
--Hum... Hum!
Bolívar no se dio por satisfecho con el gruñido, e insistió:
--Contesta, hombre... ¿en qué estás pensando?
--Pues con su venia, mi general, y con la de esta señorita, estaba pensando... en cómo habrá quedado el coño de ancho, después de tal parto.
--!Bárbaro! --exclamó Bolívar, saliendo del salón más que de prisa.
--La culpa es tuya y no mía. ¿Por qué me mandaste romper la consigna? Yo no sé mentir y largué lo que pensaba.
Desde entonces el Libertador quedó escarmentado para no hacer visitas acompañado de don Jacinto.
La misa a escape
Ricardo Palma
De Bogotá era obispo
Monseñor Cuero
Que fue un sabio y un santo
De cuerpo entero.
Su misa para el pueblo,
Poco duraba,
Pues en cinco minutos
La despachada;
Porque del Evangelio
Nunca leía
Sino un par de versículos,
Y así decía:
Perdona, Evangelista,
Si más no Ieo;
Basta de pendejadas
De San Mateo.
Ricardo Palma
De Bogotá era obispo
Monseñor Cuero
Que fue un sabio y un santo
De cuerpo entero.
Su misa para el pueblo,
Poco duraba,
Pues en cinco minutos
La despachada;
Porque del Evangelio
Nunca leía
Sino un par de versículos,
Y así decía:
Perdona, Evangelista,
Si más no Ieo;
Basta de pendejadas
De San Mateo.
La cosa de la mujer
Ricardo Palma
Era la época del faldellín, moda aristocrática que de Francia pasó a España y luego a Indias, moda apropiada para esconder o disimular redondeces de barriga.
En Lima, la moda se exageró un tantico (como en nuestros tiempos sucedió con la crinolina), pues muchas de las empingorotadas y elegantes limeñas, dieron por remate al ruedo del faldellín un círculo de mimbres o cañitas; así el busto parecía descansar sobre pirámide de ancha base, o sobre una canasta.
No era por entonces, como lo es ahora, el Cabildo o Ayuntamiento muy cuidadoso de la policía o aseo de las calles, y el vecindario arrojaba sin pizca de escrúpulo, en las aceras, cáscaras de plátano, de chirimoya y otras inmundicias; nadie estaba libre de un resbalón.
Muy de veinticinco alfileres y muy echada para atrás, salía una mañana de la misa de diez, en Santo Domingo, gentilísima dama limeña y, sin fijarse en que sobre la losa había esparcidas unas hojas del tamal serrano, puso sobre ellas la remonona botina, resbaIó de firme y dio, con su gallardo cuerpo, en el suelo.
Toda mujer, cuando cae de veras, cae de espalda, como si el peso de la ropa no le consintiera caer de bruces, o hacia adelante.
La madama de nuestro relato no había de ser la excepción de la regla y, en la caída, vínosele sobre el pecho la parte delantera del faldellín junto con la camisa, quedando a espectación pública y gratuita, el ombligo y sus alrededores.
El espectáculo fue para aIquilar ojos y relamerse los labios. !Líbrenos San Expedito de presenciarlo!
Un marquesito, muy currutaco, acudió presuroso a favorecer a la caída, principiando por bajar el subversivo faIdelIín, para que volviera a cubrir el vientre y todo lo demás, que no sin embeleso contemplara el joven; el suyo fue peor que el suplicio de Tántalo.
Puesta en pie la maltrecha dama, dijo a su amparador:
--Muchas gracias, caballero.
--Y luego, imaginando ella referirse al descuido de la autoridad en la limpieza de las calles, añadió:
--¿Ha visto usted cosa igual...?
Probablemente el marquesito no se dio cuenta del propósito de crítica a la policía que encarnaba la frasle de la dama, pues refiriéndola a aquello, a la cosa, en fin, que por el momento halagaba a su lujuria, contestó:
--Lo que es cosa igual, precisamente igual, pudiera ser que no; pero parecidas, con vello de más o de menos y hasta pelonas, crea usted, señora mía, que he visto algunas.
Ricardo Palma
Era la época del faldellín, moda aristocrática que de Francia pasó a España y luego a Indias, moda apropiada para esconder o disimular redondeces de barriga.
En Lima, la moda se exageró un tantico (como en nuestros tiempos sucedió con la crinolina), pues muchas de las empingorotadas y elegantes limeñas, dieron por remate al ruedo del faldellín un círculo de mimbres o cañitas; así el busto parecía descansar sobre pirámide de ancha base, o sobre una canasta.
No era por entonces, como lo es ahora, el Cabildo o Ayuntamiento muy cuidadoso de la policía o aseo de las calles, y el vecindario arrojaba sin pizca de escrúpulo, en las aceras, cáscaras de plátano, de chirimoya y otras inmundicias; nadie estaba libre de un resbalón.
Muy de veinticinco alfileres y muy echada para atrás, salía una mañana de la misa de diez, en Santo Domingo, gentilísima dama limeña y, sin fijarse en que sobre la losa había esparcidas unas hojas del tamal serrano, puso sobre ellas la remonona botina, resbaIó de firme y dio, con su gallardo cuerpo, en el suelo.
Toda mujer, cuando cae de veras, cae de espalda, como si el peso de la ropa no le consintiera caer de bruces, o hacia adelante.
La madama de nuestro relato no había de ser la excepción de la regla y, en la caída, vínosele sobre el pecho la parte delantera del faldellín junto con la camisa, quedando a espectación pública y gratuita, el ombligo y sus alrededores.
El espectáculo fue para aIquilar ojos y relamerse los labios. !Líbrenos San Expedito de presenciarlo!
Un marquesito, muy currutaco, acudió presuroso a favorecer a la caída, principiando por bajar el subversivo faIdelIín, para que volviera a cubrir el vientre y todo lo demás, que no sin embeleso contemplara el joven; el suyo fue peor que el suplicio de Tántalo.
Puesta en pie la maltrecha dama, dijo a su amparador:
--Muchas gracias, caballero.
--Y luego, imaginando ella referirse al descuido de la autoridad en la limpieza de las calles, añadió:
--¿Ha visto usted cosa igual...?
Probablemente el marquesito no se dio cuenta del propósito de crítica a la policía que encarnaba la frasle de la dama, pues refiriéndola a aquello, a la cosa, en fin, que por el momento halagaba a su lujuria, contestó:
--Lo que es cosa igual, precisamente igual, pudiera ser que no; pero parecidas, con vello de más o de menos y hasta pelonas, crea usted, señora mía, que he visto algunas.
La cena del capitán
Ricardo Palma
A Dios gracias, parece que ha concluido en el Perú, el escandaloso período de las revoluciones de cuartel; nuestro ejército vivía dividido en dos bandos, el de los militares levantados y de los militares caídos.
Conocíase a los últimos con el nombre de indefinidos hambrientos; eran gente siempre lista para el bochinche y que pásaban el tiempo esperando la hora... la hora en que a cualquier general, le viniera en antojo encabezar revuelta.
Los indefinidos vivían de la mermadísima paga, con que de tarde en tarde, los atendía el fisco, y sobre todo, vivían de petardo; ninguno se avenía a trabajar en oficio o en labores campestres. Yo no rebajo mis galones, decía, con énfasis, cualquier teniente zaragatillo; para él más honra cabía en vivir del peliche o en mendigar una peseta, que en comer el pan humedecido por el sudor del trabajo honrado.
El capitán Ramírez era de ese número de holgazanes y sinverguenzas; casado con una virtuosa y sufrida muchacha, habitaba el matrimonio un miserable cuartucho, en el callejoncito de Los Diablos AzuIes, situado en la calle ancha de Malambo. A las ocho de la mañana salía el marido a la rebusca y regresaba a las nueve o diez de la noche, con una y, en ocasiones felices, con dos pesetas, fruto de sablazos a prójimos compasivos.
Aun cuando no eran frecuentes los días nefastos, cuando a las diez de la noche, venía Ramírez al domicilio sin un centavo, le decía tranquilamente a su mujer: Paciencia, hijita, que Dios consiente, pero no para siempre, y ya mejorarán las cosas cuando gobiernen los míos; acuéstate y por toda cena, cenaremos un polvito. .. y un vaso de agua fresca.
En una fría noche de invierno, la pobre joven, hambrienta y tiritando, se sentó sobre un taburete junto al brasero, alimentando el fuego con virutas recogidas en la puerta de un vecino carpintero; llegó el capitán, revelando en lo carilargo, que traía el bolsillo limpio y que, por consiguiente, esa noche iba a ser de ayuno para el estómago.
--¿Qué haces ahí, Mariquita, tan pegada al brasero?--preguntó, con acento cariñoso, el marido.
--Ya lo ves, hijo--contestó en el mismo tono la mujercita--; estoy calentándote la cena.
Ricardo Palma
A Dios gracias, parece que ha concluido en el Perú, el escandaloso período de las revoluciones de cuartel; nuestro ejército vivía dividido en dos bandos, el de los militares levantados y de los militares caídos.
Conocíase a los últimos con el nombre de indefinidos hambrientos; eran gente siempre lista para el bochinche y que pásaban el tiempo esperando la hora... la hora en que a cualquier general, le viniera en antojo encabezar revuelta.
Los indefinidos vivían de la mermadísima paga, con que de tarde en tarde, los atendía el fisco, y sobre todo, vivían de petardo; ninguno se avenía a trabajar en oficio o en labores campestres. Yo no rebajo mis galones, decía, con énfasis, cualquier teniente zaragatillo; para él más honra cabía en vivir del peliche o en mendigar una peseta, que en comer el pan humedecido por el sudor del trabajo honrado.
El capitán Ramírez era de ese número de holgazanes y sinverguenzas; casado con una virtuosa y sufrida muchacha, habitaba el matrimonio un miserable cuartucho, en el callejoncito de Los Diablos AzuIes, situado en la calle ancha de Malambo. A las ocho de la mañana salía el marido a la rebusca y regresaba a las nueve o diez de la noche, con una y, en ocasiones felices, con dos pesetas, fruto de sablazos a prójimos compasivos.
Aun cuando no eran frecuentes los días nefastos, cuando a las diez de la noche, venía Ramírez al domicilio sin un centavo, le decía tranquilamente a su mujer: Paciencia, hijita, que Dios consiente, pero no para siempre, y ya mejorarán las cosas cuando gobiernen los míos; acuéstate y por toda cena, cenaremos un polvito. .. y un vaso de agua fresca.
En una fría noche de invierno, la pobre joven, hambrienta y tiritando, se sentó sobre un taburete junto al brasero, alimentando el fuego con virutas recogidas en la puerta de un vecino carpintero; llegó el capitán, revelando en lo carilargo, que traía el bolsillo limpio y que, por consiguiente, esa noche iba a ser de ayuno para el estómago.
--¿Qué haces ahí, Mariquita, tan pegada al brasero?--preguntó, con acento cariñoso, el marido.
--Ya lo ves, hijo--contestó en el mismo tono la mujercita--; estoy calentándote la cena.
Los inocentes
Ricardo Palma
Reniego de tales inocentones y la peor recomendación que para mí puede hacerse de un muchacho, es la que algunos padres, muy padrazos, creen hacer en favor de su hijo, cuando dicen: !fulanito es un niño muy inocentón!
Siempre que escucho a un padre hablar de las inocentadas de su hija, me viene en el acto a la memoria la copla sobre aquella inocentona que:
Un día dijo a un mozo
a la sombra de una higuera
En no metiéndome a monja
Méteme lo que tú quieras.
!Inocentones! ni para curar un dolor de muelas, se encuentra uno en este planeta sublunar.
Conocí a un muchachote de dieciséis años de edad, que nunca había abierto la boca para pronunciar una palabra; los médicos opinaban que no era mudo, sino tartamudo, y que en el día menos pensado, rompería a hablar como una cotorra; por supuesto que recomendaron a la madre lo tratase con mucho mimo y que en nada se le contrariase. Realmente, una tarde, dijo el enfermo:
--Mamá... mamá.
Es para imaginada, más que para descrita, la alegría de la buena señora, que tenía al enfermito en el concepto de ser más inocente que todos los que Herodes condenó a la degollina.
--!Angelito de Dios! ¿Qué quieres? ¿Qué deseas ?
Apuesto una cajetilla de cigarrillos, que es todo lo que puedo despilfarrar, a que no adivinan ustedes lo que contestó el inocentón. Vamos, !ya veo que no me aceptan la apuesta y que se dan por vencidos!
--Dime, rey del mundo--prosiguió la madre--, ¿qué es lo que quieres?
--!Chu... cha!--contestó lacónicamente el picaronazo.
Desde entonces, no creo en los inocentones.
Ricardo Palma
Reniego de tales inocentones y la peor recomendación que para mí puede hacerse de un muchacho, es la que algunos padres, muy padrazos, creen hacer en favor de su hijo, cuando dicen: !fulanito es un niño muy inocentón!
Siempre que escucho a un padre hablar de las inocentadas de su hija, me viene en el acto a la memoria la copla sobre aquella inocentona que:
Un día dijo a un mozo
a la sombra de una higuera
En no metiéndome a monja
Méteme lo que tú quieras.
!Inocentones! ni para curar un dolor de muelas, se encuentra uno en este planeta sublunar.
Conocí a un muchachote de dieciséis años de edad, que nunca había abierto la boca para pronunciar una palabra; los médicos opinaban que no era mudo, sino tartamudo, y que en el día menos pensado, rompería a hablar como una cotorra; por supuesto que recomendaron a la madre lo tratase con mucho mimo y que en nada se le contrariase. Realmente, una tarde, dijo el enfermo:
--Mamá... mamá.
Es para imaginada, más que para descrita, la alegría de la buena señora, que tenía al enfermito en el concepto de ser más inocente que todos los que Herodes condenó a la degollina.
--!Angelito de Dios! ¿Qué quieres? ¿Qué deseas ?
Apuesto una cajetilla de cigarrillos, que es todo lo que puedo despilfarrar, a que no adivinan ustedes lo que contestó el inocentón. Vamos, !ya veo que no me aceptan la apuesta y que se dan por vencidos!
--Dime, rey del mundo--prosiguió la madre--, ¿qué es lo que quieres?
--!Chu... cha!--contestó lacónicamente el picaronazo.
Desde entonces, no creo en los inocentones.
S / T
Carlos Oliva
Tu tesoro, Carlos Oliva, es el amor que perdiste
en tus manos de navegante ebrio,
de náufrago sobre un tronco a la deriva,
de marino agotado de tanto nadar contra la corriente,
para llegar tenuemente hacia la reseca.
Mi poesía en sí no tiene nada que ver con la poesía:
es un clamor de condenado.
Es una protesta, pero esta protesta es principalmente
contra mí mismo.
El canto por el canto en sí no existe (ni siquiera en los pájaros).
El objeto de mi canto -lo que sea- es el de liberarme de mí mismo,
negarme a mí mismo, es decir salvarme a mí mismo.
De mi propia autodestrucción que está a punto de desintegrar mi vida.
Es una protesta contra mi condición humana, narcisista y sórdida y decadente.
Carlos Oliva
Tu tesoro, Carlos Oliva, es el amor que perdiste
en tus manos de navegante ebrio,
de náufrago sobre un tronco a la deriva,
de marino agotado de tanto nadar contra la corriente,
para llegar tenuemente hacia la reseca.
Mi poesía en sí no tiene nada que ver con la poesía:
es un clamor de condenado.
Es una protesta, pero esta protesta es principalmente
contra mí mismo.
El canto por el canto en sí no existe (ni siquiera en los pájaros).
El objeto de mi canto -lo que sea- es el de liberarme de mí mismo,
negarme a mí mismo, es decir salvarme a mí mismo.
De mi propia autodestrucción que está a punto de desintegrar mi vida.
Es una protesta contra mi condición humana, narcisista y sórdida y decadente.
Lima I
Carlos Oliva
El arte de caminar por tus calles consiste en ver tus defectos como versos aún no descubiertos en la noche Yo voy más lejos que aquel poema extraviado voy dibujando imágenes sin límites de velocidad palabras como una rosa que enloquece al vacío con esta percepción de ángel alucinado y febril Lima ¿De qué valen tus letreros luminosos? Si sólo consiguen efectos psicóticos
tus semáforos
si sólo sirven para perturbarme Pero también tienes tu encanto
tus ascensores
sin embargo no subimos ni bajamos pasamos solamente
tus teléfonos malogrados
¿Dónde ciudad tragamonedas iremos nosotros los desheredados de tu belleza? Tal vez a vomitar en el baño
de alguna vieja cantina
Y luego viajaremos en microbús percibiendo los hedores de tu herida Pero aún no nos espantamos Y sigo por estas calles donde aprendí abrir mi corazón a la melancolía Abrir mi corazón como se abre la bragueta y derramar mi amor como orines sobre las esquinas
Carlos Oliva
El arte de caminar por tus calles consiste en ver tus defectos como versos aún no descubiertos en la noche Yo voy más lejos que aquel poema extraviado voy dibujando imágenes sin límites de velocidad palabras como una rosa que enloquece al vacío con esta percepción de ángel alucinado y febril Lima ¿De qué valen tus letreros luminosos? Si sólo consiguen efectos psicóticos
tus semáforos
si sólo sirven para perturbarme Pero también tienes tu encanto
tus ascensores
sin embargo no subimos ni bajamos pasamos solamente
tus teléfonos malogrados
¿Dónde ciudad tragamonedas iremos nosotros los desheredados de tu belleza? Tal vez a vomitar en el baño
de alguna vieja cantina
Y luego viajaremos en microbús percibiendo los hedores de tu herida Pero aún no nos espantamos Y sigo por estas calles donde aprendí abrir mi corazón a la melancolía Abrir mi corazón como se abre la bragueta y derramar mi amor como orines sobre las esquinas
Viernes en la noche con el humo fabuloso de tu cabellera
(La tortuga ecuestre)
César Moro (Perú, 1903-1956)
Apareces
La vida es cierta
El olor de la lluvia es cierto
La lluvia te hace nacer
Y golpear a mi puerta
Oh árbol
Y la ciudad el mar que navegaste
Y la noche se abren a tu paso
Y el corazón vuelve de lejos a asomarse
Hasta llegar a tu frente
Y verte como la magia resplandeciente
Montaña de oro o de nieve
Con el humo fabuloso de tu cabellera
Con las bestias nocturnas en los ojos
Y tu cuerpo de rescoldo
Con la noche que riegas a pedazos
Con los bloques de noche que caen de tus manos
Con el silencio que prende a tu llegada
Con el trastorno y el oleaje
Con el vaivén de las casas
Y el oscilar de luces y la sombra más dura
Y tus palabras de avenida fluvial
Tan pronto llegas y te fuiste
Y quieres poner a flote mi vida
Y sólo preparas mi muerte
Y la muerte de esperar
Y el morir de verte lejos
Y los silencios y el esperar el tiempo
Para vivir cuando llegas
Y me rodeas de sombra
Y me haces luminoso
Y me sumerges en el mar fosforescente donde acaece tu estar
Y donde sólo dialogamos tú y mi noción oscura y pavorosa de tu ser
Estrella desprendiéndose en el Apocalipsis
Entre bramidos de tigres y lágrimas
De gozo y gemir eterno y eterno
Solazarse en el aire rarificado
En que quiero aprisionarte
Y rodar por la pendiente de tu cuerpo
Hasta tus pies centelleantes
Hasta tus pies de constelaciones gemelas
En la noche terrestre
Que te sigue encadenada y muda
Enredadera de tu sangre
Sosteniendo la flor de tu cabeza de cristal moreno
Acuario encerrando planetas y caudas
Y la potencia que hace que el mundo siga en pie y guarde el equilibrio de los mares
Y tu cerebro de materia luminosa
Y me adhesión sin fin y el amor que nace sin cesar
Y te envuelve
Y que tus pies transitan
Abriendo huellas indelebles
Donde puede leerse la historia del mundo
Y el porvenir del universo
Y ese ligarse luminoso de mi vida
A tu existencia.
(La tortuga ecuestre)
César Moro (Perú, 1903-1956)
Apareces
La vida es cierta
El olor de la lluvia es cierto
La lluvia te hace nacer
Y golpear a mi puerta
Oh árbol
Y la ciudad el mar que navegaste
Y la noche se abren a tu paso
Y el corazón vuelve de lejos a asomarse
Hasta llegar a tu frente
Y verte como la magia resplandeciente
Montaña de oro o de nieve
Con el humo fabuloso de tu cabellera
Con las bestias nocturnas en los ojos
Y tu cuerpo de rescoldo
Con la noche que riegas a pedazos
Con los bloques de noche que caen de tus manos
Con el silencio que prende a tu llegada
Con el trastorno y el oleaje
Con el vaivén de las casas
Y el oscilar de luces y la sombra más dura
Y tus palabras de avenida fluvial
Tan pronto llegas y te fuiste
Y quieres poner a flote mi vida
Y sólo preparas mi muerte
Y la muerte de esperar
Y el morir de verte lejos
Y los silencios y el esperar el tiempo
Para vivir cuando llegas
Y me rodeas de sombra
Y me haces luminoso
Y me sumerges en el mar fosforescente donde acaece tu estar
Y donde sólo dialogamos tú y mi noción oscura y pavorosa de tu ser
Estrella desprendiéndose en el Apocalipsis
Entre bramidos de tigres y lágrimas
De gozo y gemir eterno y eterno
Solazarse en el aire rarificado
En que quiero aprisionarte
Y rodar por la pendiente de tu cuerpo
Hasta tus pies centelleantes
Hasta tus pies de constelaciones gemelas
En la noche terrestre
Que te sigue encadenada y muda
Enredadera de tu sangre
Sosteniendo la flor de tu cabeza de cristal moreno
Acuario encerrando planetas y caudas
Y la potencia que hace que el mundo siga en pie y guarde el equilibrio de los mares
Y tu cerebro de materia luminosa
Y me adhesión sin fin y el amor que nace sin cesar
Y te envuelve
Y que tus pies transitan
Abriendo huellas indelebles
Donde puede leerse la historia del mundo
Y el porvenir del universo
Y ese ligarse luminoso de mi vida
A tu existencia.
Salmo de invierno
Mario Montalbetti
si quieres ganar el cielo primero debes saber perderlo
recoge por ejemplo un clavo
e imagina el agujero del que provino
¿qué dijo brodsky? que reconocemos a nuestros hermanos
no por sus rostros
sino por sus espaldas
en las colas que forman en los confesionarios
la vida pasa como pasa la corriente
cuando agarras un cable pelado
arroja el clavo
guarda el agujero
arroja el agujero al suelo
Mario Montalbetti
si quieres ganar el cielo primero debes saber perderlo
recoge por ejemplo un clavo
e imagina el agujero del que provino
¿qué dijo brodsky? que reconocemos a nuestros hermanos
no por sus rostros
sino por sus espaldas
en las colas que forman en los confesionarios
la vida pasa como pasa la corriente
cuando agarras un cable pelado
arroja el clavo
guarda el agujero
arroja el agujero al suelo
Lleva al marrano más allá de los cerros
Mario Montalbetti
Lleva al marrano más allá de los cerros
y regresa antes de que comiencen las lluvias.
Cenaremos, me dirás que me amas y encenderás
la última vela que nos queda en el armario
para que pueda leer y tú jugarás con el perro
pastor que mantiene unidas las ovejas del rebaño
y luego
saldremos juntos a contemplar la luna (las lluvias
habrán cesado) y entonces me dirás
(los pinos apenas se mecen con el viento
la cerca de las vacas necesita repararse)
que mañana partes para las montañas.
Me propondrás dormir
afuera y entonces
entendí que tu serenidad era real y un beso
y con el aire como solitario desayuno
no tendré noticias tuyas sino hasta después
de un año. El tono de mi vida habrá cambiado.
Perderé la costumbre de leer y pasaré
las noches (los días me serán casi imperceptibles)
tratando de entender las constelaciones.
Miraré Orión y también algún capitán extraviado
en el Indico lo hará y hasta llegaré a ver la
estrella polar desde el hemisferio sur.
Las noticias dirán que lograste llegar
a Europa, que te civilizas,
y que un finlandés próspero maderero
te divierte interminablemente entre los pinos
(sus pinos) marrones. Recordaré entonces
nuestra última noche. Y luego dos, tres, cinco
hijos y dos cesáreas y el finlandés
en Nápoles y luego en Grecia
y luego en Austria tu salud comenzará con la tos
a derrumbarse pero el finlandés en Dinamarca
y entonces quedará muy poco de ti apenas
un borroso recuerdo mío y una tarde y el
finlandés perdido en el mejor desierto africano y
entonces ya no tendré las redondas constelaciones
encima y todo paraíso estará
irremediablemente perdido.
Vete ahora;
lleva al marrano más allá de los cerros.
Mario Montalbetti
Lleva al marrano más allá de los cerros
y regresa antes de que comiencen las lluvias.
Cenaremos, me dirás que me amas y encenderás
la última vela que nos queda en el armario
para que pueda leer y tú jugarás con el perro
pastor que mantiene unidas las ovejas del rebaño
y luego
saldremos juntos a contemplar la luna (las lluvias
habrán cesado) y entonces me dirás
(los pinos apenas se mecen con el viento
la cerca de las vacas necesita repararse)
que mañana partes para las montañas.
Me propondrás dormir
afuera y entonces
entendí que tu serenidad era real y un beso
y con el aire como solitario desayuno
no tendré noticias tuyas sino hasta después
de un año. El tono de mi vida habrá cambiado.
Perderé la costumbre de leer y pasaré
las noches (los días me serán casi imperceptibles)
tratando de entender las constelaciones.
Miraré Orión y también algún capitán extraviado
en el Indico lo hará y hasta llegaré a ver la
estrella polar desde el hemisferio sur.
Las noticias dirán que lograste llegar
a Europa, que te civilizas,
y que un finlandés próspero maderero
te divierte interminablemente entre los pinos
(sus pinos) marrones. Recordaré entonces
nuestra última noche. Y luego dos, tres, cinco
hijos y dos cesáreas y el finlandés
en Nápoles y luego en Grecia
y luego en Austria tu salud comenzará con la tos
a derrumbarse pero el finlandés en Dinamarca
y entonces quedará muy poco de ti apenas
un borroso recuerdo mío y una tarde y el
finlandés perdido en el mejor desierto africano y
entonces ya no tendré las redondas constelaciones
encima y todo paraíso estará
irremediablemente perdido.
Vete ahora;
lleva al marrano más allá de los cerros.
En el momento que vengas a mí
Raúl Mendizábal
(y antes de las lluvias tu complacencia
y por los parques tu vientre hayas abandonado)
me hablarás de tu raigambre en las cosas elementales
te diré: en lima garúa
solamente
y en el momento que vengas a mí
(y antes de la ternura tus palabras necias
y tu sexo como una flor abierta sea previo a los sinsabores)
yo te rociaré con abundante espuma
tú un vals arrepentido dirás bailar
Raúl Mendizábal
(y antes de las lluvias tu complacencia
y por los parques tu vientre hayas abandonado)
me hablarás de tu raigambre en las cosas elementales
te diré: en lima garúa
solamente
y en el momento que vengas a mí
(y antes de la ternura tus palabras necias
y tu sexo como una flor abierta sea previo a los sinsabores)
yo te rociaré con abundante espuma
tú un vals arrepentido dirás bailar
Narihualac
José Antonio Mazzotti
para Fanny Valenzuela y Lelis Rebolledo
Polvo del aire bajo ardientes algarrobos: suena un pito con alas que se aleja hacia un sol rojo. Las pisadas restallan como las acequias escondidas en la arena, donde lagartijas y hormigas juegan a los lados, reventando.
Narihualac debió haber escuchado al bajar de su balsa los cantos del chilalo y pensó: "Aquí levantaré la fortaleza y verán mis hijos florecer el valle extenso tras el cual dejamos la casa iluminada y la mujer en sombras, las pirámides que miran hacia el cielo interrogando un nombre nuevo. Tuvimos que salir para evitar la muerte. Ahora nos quedamos para hacer la vida".
Y entonces caminamos largas cuadras hasta ver el monte donde quedan todavía algunas cruces y un templo español trepado en la cabeza de Narihualac.
Hernando de Mendoza, hijodalgo, derribó las altas columnatas y redujo indios y tumbó las figuras que adoraban por ser de los antiguos tiempos, donde llegaron también del norte sus primeros padres, que ahora eran hermanos, masticando con ancha paciencia las continuas invasiones.
"Tuvimos que salir para evitar la muerte", pensó Hernando. Ahora quedan las débiles paredes en el barro, el templo devorado por termitas. Un pájaro encendido se levanta sobre ellos.
José Antonio Mazzotti
para Fanny Valenzuela y Lelis Rebolledo
Polvo del aire bajo ardientes algarrobos: suena un pito con alas que se aleja hacia un sol rojo. Las pisadas restallan como las acequias escondidas en la arena, donde lagartijas y hormigas juegan a los lados, reventando.
Narihualac debió haber escuchado al bajar de su balsa los cantos del chilalo y pensó: "Aquí levantaré la fortaleza y verán mis hijos florecer el valle extenso tras el cual dejamos la casa iluminada y la mujer en sombras, las pirámides que miran hacia el cielo interrogando un nombre nuevo. Tuvimos que salir para evitar la muerte. Ahora nos quedamos para hacer la vida".
Y entonces caminamos largas cuadras hasta ver el monte donde quedan todavía algunas cruces y un templo español trepado en la cabeza de Narihualac.
Hernando de Mendoza, hijodalgo, derribó las altas columnatas y redujo indios y tumbó las figuras que adoraban por ser de los antiguos tiempos, donde llegaron también del norte sus primeros padres, que ahora eran hermanos, masticando con ancha paciencia las continuas invasiones.
"Tuvimos que salir para evitar la muerte", pensó Hernando. Ahora quedan las débiles paredes en el barro, el templo devorado por termitas. Un pájaro encendido se levanta sobre ellos.
Yegua es la hembra del caballo
José Antonio Mazzotti
Yegua es la hembra del caballo y yegua
es mi mujer impronunciable por el resto de mis días, la frescura
de su sudor y de sus patas duras como un diente
y el lomo en que cabalgo rodeado de metrallas y sirenas anunciando un bombardeo.
Yegua es la hembra del caballo y yegua es mi mujer
de suave relincho a cien violines cuatro flautas dos trompetas
y un músico olvidado y legañoso / a media barba / y noches de terrible soledad.
Ella se mueve por los parques hinchando sus ancas (yo hincho mis pulmones)
salta y patea y no conoce a los flemáticos
desnuda una sonrisa / como quien abre una bolsa de arroz
sabe y no sabe siente y no siente grita y no grita
y esparce el arroz entre los novios.
Yegua es la hembra del caballo y yegua es mi mujer impronunciable
divina metalengua que pronuncio y no decoro
y salto y pateo y relincho y ya no sigo
sé que ella viene como un pasto dulce a perdonarme estas palabras.
José Antonio Mazzotti
Yegua es la hembra del caballo y yegua
es mi mujer impronunciable por el resto de mis días, la frescura
de su sudor y de sus patas duras como un diente
y el lomo en que cabalgo rodeado de metrallas y sirenas anunciando un bombardeo.
Yegua es la hembra del caballo y yegua es mi mujer
de suave relincho a cien violines cuatro flautas dos trompetas
y un músico olvidado y legañoso / a media barba / y noches de terrible soledad.
Ella se mueve por los parques hinchando sus ancas (yo hincho mis pulmones)
salta y patea y no conoce a los flemáticos
desnuda una sonrisa / como quien abre una bolsa de arroz
sabe y no sabe siente y no siente grita y no grita
y esparce el arroz entre los novios.
Yegua es la hembra del caballo y yegua es mi mujer impronunciable
divina metalengua que pronuncio y no decoro
y salto y pateo y relincho y ya no sigo
sé que ella viene como un pasto dulce a perdonarme estas palabras.
jueves, 24 de diciembre de 2009
CARLOS LOPEZ DIGREGORI (LIMA, 1952)
Un buen día (1978)
Las conversiones (1983)
Una casa en la sombra (1986)
Cielo forzado (1988)
El amor rudimentario (1991)
Lejos de todas partes (1994)
Aquí descansa nadie (1998)
LUIS LA HOZ (LIMA, 1949)
Luis La Hoz
(Lima, 1949)
Angel de Hierro (1984)
Los Setenta (1985)
Los Adolescentes (1987)
Vendrá la Muerte y tendrá tus ojos, 33 poetas suicidas (1989)
(Lima, 1949)
Angel de Hierro (1984)
Los Setenta (1985)
Los Adolescentes (1987)
Vendrá la Muerte y tendrá tus ojos, 33 poetas suicidas (1989)
LO QUE CANTABA EL BARDO - MIGUEL ILDEFONSO
A veces duermo en las calles ásperas y húmedas
luego de beber el licor del cemento y la saliva del cuervo
en una sombra flamígera me siento luego de ser golpeado
dulcemente por las olas turbias del viento
arranco la yerba del estío silenciando los arpegios
de la soledad y los deseos mugientes que resuenan
A veces duermo bajo las ventanas lóbregas sin fin
entre la volátil ondulación del silencio que se yergue
cuento mis pesadas monedas y las guardo en mi bolsa
con un nudo indescifrable
luego cuento las estrellas o sólo contemplo el fulgurar
infinito bajo el acopio ígneo de los cielos sepultados
A veces también duermo desplegando las alas del deseo
mientras se eleva la luna entumecida y aturdida
me tiendo lentamente sobre el desierto de los cuerpos
fantasmales o sobre tibios cartones
y mientras trato de recordar alguna oración
me quedo dormido
VELATORIO - MIGUEL ILDEFONSO
Hace tiempo quiero decir que aquí la vida no vale nada
ni pan para remojar en té
Una se pasa viendo y viendo cómo se van apagando
las velas del Señor
Oh dichosa ventura!
Aquí nadie (ni César) tiene vela en este entierro
pero toditos tienen sed Cruz de Yerbateros hueso roto
y hablan como una maldición
Ya no quiero ver caras de sapos borrachos
ya no quiero resignación
porque hoy después de tantas y tantas palabras
me ha dado una rabia
una rabia que se ha abierto como un foso
hoy por ejemplo no ha venido la luna
sólo han entrado las moscas atraídas por los lirios
y la oreja del perro
Pero a qué viene tanto silencio amor? Ese ventarrón
las tripas roncan como la puerta y la ventana
y yo ya no tengo lágrimas por lo menos desde hace
veinte años
Hoy es té mañana será llantén
y esta casa que es muy vieja será más vieja que yo
Todo Señor menos ver cómo se va apagando la última vela
así como se apagó la vida de mi hijo
MIGUEL GUTIERREZ (PIURA, 1940)
Hombres de caminos (1988)
La violencia del tiempo (1991)
Poderes secretos
HORAS DE LUCHA (FRAGMENTO)
Horas de lucha (fragmento)
(1844 - 1918)
Manuel González Prada
El militar nos despachurra con su bota o nos atraviesa con su espada; mas da su vida por nosotros, cuando el país se ve amenazado por la invasión extranjera. El sacerdote nos adormece con sus monótonas canciones de otros días y nos explota con sus sacramentos, sus indulgencias y sus hermandades; pero asiste a los enfermos, consuela a los moribundos y expone su cuerpo a las flechas del salvaje. El Magistrado lo gana todo sin arriesgar nada: reposa cuando todos se fatigan, duerme cuando todos velan, come cuando todos ayunan, ejerciendo una caballería andante en que Sancho hace las veces de don Quijote. ¿Qué le importan las guerras civiles? Vive seguro de que, triunfen revolucionarios o gobiernistas, él seguirá disfrutando de honores, influencia, pingüe sueldo y veneración pública. En los naufragios nacionales, representa el leño que flota, la vejiga que sobrenada. Mejor aún, es el pájaro guarecido en su peñón: no se cuida de la tempestad que sumerge los buques ni piensa en el clamor de los infelices que naufragan.
(1844 - 1918)
Manuel González Prada
El militar nos despachurra con su bota o nos atraviesa con su espada; mas da su vida por nosotros, cuando el país se ve amenazado por la invasión extranjera. El sacerdote nos adormece con sus monótonas canciones de otros días y nos explota con sus sacramentos, sus indulgencias y sus hermandades; pero asiste a los enfermos, consuela a los moribundos y expone su cuerpo a las flechas del salvaje. El Magistrado lo gana todo sin arriesgar nada: reposa cuando todos se fatigan, duerme cuando todos velan, come cuando todos ayunan, ejerciendo una caballería andante en que Sancho hace las veces de don Quijote. ¿Qué le importan las guerras civiles? Vive seguro de que, triunfen revolucionarios o gobiernistas, él seguirá disfrutando de honores, influencia, pingüe sueldo y veneración pública. En los naufragios nacionales, representa el leño que flota, la vejiga que sobrenada. Mejor aún, es el pájaro guarecido en su peñón: no se cuida de la tempestad que sumerge los buques ni piensa en el clamor de los infelices que naufragan.
MANUEL GONZALEZ PRADA (1844 - 1918)
MADRUGADA
Ana María Gazzolo
Al final de la noche
el amanecer es una línea trazada
en el horizonte
un leve resplandor futuro
Más allá habita el frío
el inmenso espacio ignorado
Donde arde la penumbra
un viajero
arroja los dados
de solitario juego
Inundación del día
Al fondo del abismo
Argelia
es un diminuto oasis
en el desierto
muy lejano del espejismo
que me aguarda
LA DISTANCIA ESTALLO...(CONTRA TIEMPO Y DISTANCIA)
Ana María Gazzolo
La distancia estalló y se alargó entre
nosotros sorprendiendo nuestra constante
certeza
Estuvo siempre. Pero a veces tendíamos
puentes por sus partes más estrechas
La salvamos. La temimos
La ocultamos. Pero al fin la tuvimos
Se hizo marejada incontenible que
arrebató las miradas
Se instaló. Insistió contra todo intento.
Perduró
Y existe hoy como una inmensa y serena
comprensión entre nosotros.
CAMINAS DESCALZO...
Ana María Gazzolo
Caminas descalzo
y en rápido impulso
yo voy creciendo a tu lado
Con pasos hablamos
pues ellos conducen
a nuestra ansiada montaña
Alcanzo tu altura
y andando al abierto
la sombra no opaca tu cuerpo
y mi cuerpo
PLAYAS SOLEADAS.....
Ana María Gazzolo
Playas soleadas
Repentinas gaviotas me envuelven
y elevan
a recorrer con ellas
la libertad y la calma
Se abre luz intensa
y me ciega azul de limpia alegría
Vuela tu risa
mi niñez recobrada
TRASPASASTE EL SOMINGO CLAUSURADO...
Ana María Gazzolo
Traspasaste el domingo
clausurado
derribando portales anchos
de silencio
Ascendiste a galope
hasta mi palidez más negra
haciendo saltar la sangre
de su pozo de espera
Polvo elevado fuiste
Temblor. Fuerza nueva
Presencia
tantas veces presentida
llegaste
para que yo resplandeciera
ANA MARIA GAZZOLO (LIMA, 1951)
Contra tiempo y distancia (1978)
Cabo de las tormentas (1990)
Arte de la noche (1997)
MONOLOGO DESDE LAS TINIEBLAS (EXTRACTOS)
Antonio Gálvez Ronceros
Por un camino solitario iba una negra montada en una burra: trus, trus, trus, trus, cuando de repente "¡Ay, Jesú!" gritó la negra dando un brinco junto con la burra: de las chacras vecinas había entrado en el camino un negro montado en un burro. Pero en seguida la negra se dio cuenta que era su compadre y, abanicándose con la mano y al mismo tiempo resoplando, le dijo:
-Qué suto mia dao uté, compaire.
-Hola, comairita, cómo etá uté.
Y montados sobre sus animales se fueron juntos por el camino.
-Compaire- dijo más adelante la negra mirando al negro por el rabillo del ojo-, el camino ta solito.
-Ujú- dijo el negro sin mirarla.
Siguieron avanzando y la negra nuevamente habló:
-Compaire, yo le tengo miedo a uté.
-¿Ujú?- dijo el negro, esta vez también sin mirarla.
Al llegar donde el camino trazaba una curva prolongada, la negra volvió a hablar:
-Compaire, uté me quiede tumbá.
Entonces el negro la miró y dijo:
-Comairita, si yo la tumbo en ete camino, ¿uté grita?
-No, compaire, poque hata ronca etoy.
ANTONIO GALVEZ RONCEROS (CHINCHA, 1932)
Historias para reunir a los hombres (1988)
Aventuras con el cantor (1989)
Labriego del Perú
Mario Florián
Labriego del Perú, pajita brava
en la peña eternal roja del tiempo;
¿por qué tu cruz inédita de mártir,
la explosión de tu sangre, tu lamento?
Ya que el maguey más alto no es medida
de la alta soledad de tu tristeza,
ya que el Ande no alcanza a tu sollozo:
¡vámonos de esta tierra!
Si la luna y el sol detienen las pupilas
sólo por ver las llagas de tu carne;
si la muerte derriba tus columnas:
¡vámonos de esta tierra!
Vámonos sin regreso
adonde estén el árbol, la majada;
el influjo terríjena, sagrado;
la belleza, el hogar, el dios, la tierra.
Vámonos para siempre
sin adioses llagando los caminos;
como fugas sin huella, como galgas
¡vámonos sin destino!
Entonces hasta el labio que define
nuestro sabor de sangre, hasta las manos
que golpean, las voces como fuetes
de violentos, la hambruna sin bocado,
nuestro dolor más triste que la quena,
nuestro caudal de lágrimas ardiendo:
¡cómo se enlutarán por nuestra ausencia!
Entonces hasta el cóndor y los muertos
y el lúcido rebaño de la hacienda
y la chacra y el agua y el arado
y la flor y la luz y la tiniebla
y la coca y la sangre y el espacio:
¡mucho nos llamarán con mucha pena!
Mas, no. Madre común es nuestra tierra...
Amor, soga. Raíz que nos sujeta.
¿Quién nos apartará? ¡Como rastrojos
finaremos en ella!
Mario Florián
Labriego del Perú, pajita brava
en la peña eternal roja del tiempo;
¿por qué tu cruz inédita de mártir,
la explosión de tu sangre, tu lamento?
Ya que el maguey más alto no es medida
de la alta soledad de tu tristeza,
ya que el Ande no alcanza a tu sollozo:
¡vámonos de esta tierra!
Si la luna y el sol detienen las pupilas
sólo por ver las llagas de tu carne;
si la muerte derriba tus columnas:
¡vámonos de esta tierra!
Vámonos sin regreso
adonde estén el árbol, la majada;
el influjo terríjena, sagrado;
la belleza, el hogar, el dios, la tierra.
Vámonos para siempre
sin adioses llagando los caminos;
como fugas sin huella, como galgas
¡vámonos sin destino!
Entonces hasta el labio que define
nuestro sabor de sangre, hasta las manos
que golpean, las voces como fuetes
de violentos, la hambruna sin bocado,
nuestro dolor más triste que la quena,
nuestro caudal de lágrimas ardiendo:
¡cómo se enlutarán por nuestra ausencia!
Entonces hasta el cóndor y los muertos
y el lúcido rebaño de la hacienda
y la chacra y el agua y el arado
y la flor y la luz y la tiniebla
y la coca y la sangre y el espacio:
¡mucho nos llamarán con mucha pena!
Mas, no. Madre común es nuestra tierra...
Amor, soga. Raíz que nos sujeta.
¿Quién nos apartará? ¡Como rastrojos
finaremos en ella!
Pastorala
Mario Florián
Pastorala,
más hermosa que la luz de la nieve,
más que la luz del agua enamorada,
más que la luz bailando en los arcos iris.
Pastorala.
Pastorala.
Qué labio de cuculí es más dulce
que la lágrima de quena más mielada
que tu canto que cae como lluvia
pequeña —pequeñita— sobre flores?
Pastorala.
Pastorala.
Qué acento de trilla — taqui tan sentido,
qué gozo de wifala tan directo
que descienda —amancay— a fondo de alma
como baja a la mía tu recuerdo?
Pastorala.
Pastorala.
Por mirar los jardines de tu manta,
por sostener el hilo de tu ovillo,
por oler las manzanas de tu cara,
por derretir tu olvido: ¡mis suspiros!
Pastorala.
Pastorala.
Por amansar tus ojos, tu sonrisa!
perdido entre la luz de tu manada
está mi corazón, cual huérfano allko
cuidándote, lamiéndote, llorándote...
Pastorala.
Pastorala.
Mario Florián
Pastorala,
más hermosa que la luz de la nieve,
más que la luz del agua enamorada,
más que la luz bailando en los arcos iris.
Pastorala.
Pastorala.
Qué labio de cuculí es más dulce
que la lágrima de quena más mielada
que tu canto que cae como lluvia
pequeña —pequeñita— sobre flores?
Pastorala.
Pastorala.
Qué acento de trilla — taqui tan sentido,
qué gozo de wifala tan directo
que descienda —amancay— a fondo de alma
como baja a la mía tu recuerdo?
Pastorala.
Pastorala.
Por mirar los jardines de tu manta,
por sostener el hilo de tu ovillo,
por oler las manzanas de tu cara,
por derretir tu olvido: ¡mis suspiros!
Pastorala.
Pastorala.
Por amansar tus ojos, tu sonrisa!
perdido entre la luz de tu manada
está mi corazón, cual huérfano allko
cuidándote, lamiéndote, llorándote...
Pastorala.
Pastorala.
Olmo
(Territorio)
Jorge Eslava
Sigo el camino de tus ojos: un árbol
que tú ni yo soñamos. Allí está, creciendo
hacia adentro de la casa vieja.
Puro y perfecto ha trepado los muros, invadido
nuestros muebles de paja y algún vuelo
repentino de sus hojas trizó los espejos.
¿Acaso lo advertimos? Ahora su tronco
impide la salida, desordena los enseres
y no hacemos lo de antes. Cuántas noches creímos
tropezar nuestros cuerpos y era la blandísima
corteza, el laberinto de sus ramas.
Hubo palabras y gestos nuevos
mirando el horizonte, inmensas madrugadas.
Sigo el camino de tus ojos hacia los interiores
de la casa: oyes cómo cruje y crece un árbol
sin sombras con el bello rumor de un hijo.
(Territorio)
Jorge Eslava
Sigo el camino de tus ojos: un árbol
que tú ni yo soñamos. Allí está, creciendo
hacia adentro de la casa vieja.
Puro y perfecto ha trepado los muros, invadido
nuestros muebles de paja y algún vuelo
repentino de sus hojas trizó los espejos.
¿Acaso lo advertimos? Ahora su tronco
impide la salida, desordena los enseres
y no hacemos lo de antes. Cuántas noches creímos
tropezar nuestros cuerpos y era la blandísima
corteza, el laberinto de sus ramas.
Hubo palabras y gestos nuevos
mirando el horizonte, inmensas madrugadas.
Sigo el camino de tus ojos hacia los interiores
de la casa: oyes cómo cruje y crece un árbol
sin sombras con el bello rumor de un hijo.
(Itaca)
Jorge Eslava
Delgada mujer copiada de bosques recónditos
Secuestrada en fuentes antiguas
Recuerdo la humana forma de tu miedo
La humedad en las rodillas en medio del amor
Inútil volver al estado primigenio
Donde el asombro antecede insectos muertos
Estás dura y enramada cual candelabro dormido
Con talle de fantasma ahogado en un estanque
Encarnizada belleza mudada a tronco
Quieta como una columna rota entre el espanto
Como una estatua inmóvil ante la turba
Los talones surten enredaderas de escombro
Más raudo que el silencio una flor inmunda
Un cielo derruido durmiendo los párpados
Toco madera de susto por los días que avecinan
Eres los días la hembra el leño que golpeo
Jorge Eslava
Delgada mujer copiada de bosques recónditos
Secuestrada en fuentes antiguas
Recuerdo la humana forma de tu miedo
La humedad en las rodillas en medio del amor
Inútil volver al estado primigenio
Donde el asombro antecede insectos muertos
Estás dura y enramada cual candelabro dormido
Con talle de fantasma ahogado en un estanque
Encarnizada belleza mudada a tronco
Quieta como una columna rota entre el espanto
Como una estatua inmóvil ante la turba
Los talones surten enredaderas de escombro
Más raudo que el silencio una flor inmunda
Un cielo derruido durmiendo los párpados
Toco madera de susto por los días que avecinan
Eres los días la hembra el leño que golpeo
Virgen de sal
Jorge Eslava
No eres la estatua que detiene los aires, la que inquieta
los cielos. No permaneces en la memoria de los hombres, apenas un azor te
recuerda enredando tus cabellos duros.
¿Por quién pretendes pasar mujer terrestre?
Tus caderas no son música ni tus senos ríos de la noche, deseos ardan como
la muerte bajo tus pies desnudos. Pierde la esperanza de expandirte por los
vientos, de sobrevivir
a los desastres que devoran los astros y ahora mi lengua
Jorge Eslava
No eres la estatua que detiene los aires, la que inquieta
los cielos. No permaneces en la memoria de los hombres, apenas un azor te
recuerda enredando tus cabellos duros.
¿Por quién pretendes pasar mujer terrestre?
Tus caderas no son música ni tus senos ríos de la noche, deseos ardan como
la muerte bajo tus pies desnudos. Pierde la esperanza de expandirte por los
vientos, de sobrevivir
a los desastres que devoran los astros y ahora mi lengua
Supervivencia que llamaremos epílogo
(De faunas y dioses)
Jorge Eslava
I
Las viejas todavía comentan los
adagios y los pequeños prestan oídos
tras el fuego. Aún se complacen
llenando de reliquias la paciencia
y poco entienden de parábolas. Ebrios
de sudores hacen groseros sus deseos
y son pocos los provechos. En los mataderos
danzan las preñadas apurando el fin de la
jornada. Nada espanta la pestilencia
y nadie echa de menos las aleaciones ni los
granos. Al último saurio le toca recontar
los sílex, las horas y sus muertos.
II
Por desconfíar de las tormentas basten
los cascos protectores que renazcan creencias
y atavíos. No es proeza renunciar a las
hordas que asisten ni gran cosa lo que resta.
Como necesaria venganza que corre en las
cavernas, prodigando cultos, abasteciendo de los
más hirsutos pelajes sus rapadas palmas, así
el fingimiento de los tiempos y nada podrá
la más antigua virtud contra los festejos
o la usura. Acomodada para durar, bien dispuesta,
la espléndida luz de las matanzas y el día
es fuego, abluciones, que aún lloran los fecundos.
(De faunas y dioses)
Jorge Eslava
I
Las viejas todavía comentan los
adagios y los pequeños prestan oídos
tras el fuego. Aún se complacen
llenando de reliquias la paciencia
y poco entienden de parábolas. Ebrios
de sudores hacen groseros sus deseos
y son pocos los provechos. En los mataderos
danzan las preñadas apurando el fin de la
jornada. Nada espanta la pestilencia
y nadie echa de menos las aleaciones ni los
granos. Al último saurio le toca recontar
los sílex, las horas y sus muertos.
II
Por desconfíar de las tormentas basten
los cascos protectores que renazcan creencias
y atavíos. No es proeza renunciar a las
hordas que asisten ni gran cosa lo que resta.
Como necesaria venganza que corre en las
cavernas, prodigando cultos, abasteciendo de los
más hirsutos pelajes sus rapadas palmas, así
el fingimiento de los tiempos y nada podrá
la más antigua virtud contra los festejos
o la usura. Acomodada para durar, bien dispuesta,
la espléndida luz de las matanzas y el día
es fuego, abluciones, que aún lloran los fecundos.
Supervivencia que llamaremos epílogo
(De faunas y dioses)
Jorge Eslava
I
Las viejas todavía comentan los
adagios y los pequeños prestan oídos
tras el fuego. Aún se complacen
llenando de reliquias la paciencia
y poco entienden de parábolas. Ebrios
de sudores hacen groseros sus deseos
y son pocos los provechos. En los mataderos
danzan las preñadas apurando el fin de la
jornada. Nada espanta la pestilencia
y nadie echa de menos las aleaciones ni los
granos. Al último saurio le toca recontar
los sílex, las horas y sus muertos.
II
Por desconfíar de las tormentas basten
los cascos protectores que renazcan creencias
y atavíos. No es proeza renunciar a las
hordas que asisten ni gran cosa lo que resta.
Como necesaria venganza que corre en las
cavernas, prodigando cultos, abasteciendo de los
más hirsutos pelajes sus rapadas palmas, así
el fingimiento de los tiempos y nada podrá
la más antigua virtud contra los festejos
o la usura. Acomodada para durar, bien dispuesta,
la espléndida luz de las matanzas y el día
es fuego, abluciones, que aún lloran los fecundos
(De faunas y dioses)
Jorge Eslava
I
Las viejas todavía comentan los
adagios y los pequeños prestan oídos
tras el fuego. Aún se complacen
llenando de reliquias la paciencia
y poco entienden de parábolas. Ebrios
de sudores hacen groseros sus deseos
y son pocos los provechos. En los mataderos
danzan las preñadas apurando el fin de la
jornada. Nada espanta la pestilencia
y nadie echa de menos las aleaciones ni los
granos. Al último saurio le toca recontar
los sílex, las horas y sus muertos.
II
Por desconfíar de las tormentas basten
los cascos protectores que renazcan creencias
y atavíos. No es proeza renunciar a las
hordas que asisten ni gran cosa lo que resta.
Como necesaria venganza que corre en las
cavernas, prodigando cultos, abasteciendo de los
más hirsutos pelajes sus rapadas palmas, así
el fingimiento de los tiempos y nada podrá
la más antigua virtud contra los festejos
o la usura. Acomodada para durar, bien dispuesta,
la espléndida luz de las matanzas y el día
es fuego, abluciones, que aún lloran los fecundos
Arte poética
(Ceremonial de muertes y linajes)
Jorge Eslava
I
Como sierpes
se tendieron sobre las lomas
descansando herrajes
y bermejas barbas. Aguardaban,
incendiando ojos de codicia,
a las acaecidas huestes
con propia añagaza castellana
y arcabuces.
II
Probanza
de que la historia continúa
por desventura, Valverde
el dominico elevó patrañas
invocando el azote de sus ángeles,
que ebrios de furia arremetieron
y a degüello, inundando
la memoria destas tierras
de marranos, felonías y avaricias;
lo que llaman
el esplendor de la Gracia del Señor
(Ceremonial de muertes y linajes)
Jorge Eslava
I
Como sierpes
se tendieron sobre las lomas
descansando herrajes
y bermejas barbas. Aguardaban,
incendiando ojos de codicia,
a las acaecidas huestes
con propia añagaza castellana
y arcabuces.
II
Probanza
de que la historia continúa
por desventura, Valverde
el dominico elevó patrañas
invocando el azote de sus ángeles,
que ebrios de furia arremetieron
y a degüello, inundando
la memoria destas tierras
de marranos, felonías y avaricias;
lo que llaman
el esplendor de la Gracia del Señor
Cuerpo melancolico
Jorge Eduardo Eielson
Si el corazón se nubla el corazón
La amapola de carne que adormece
Nuestra vida el brillo del dolor arroja
El cerebro en la sombra y riñones
Hígado intestinos y hasta los mismos labios
La nariz y las orejas se oscurecen
Los pies se vuelven esclavos
De las manos y los ojos se humedecen
El cuerpo entero padece
De una antigua enfermedad violeta
Cuyo nombre es melancolía y cuyo emblema
Es una silla vacía
Jorge Eduardo Eielson
Si el corazón se nubla el corazón
La amapola de carne que adormece
Nuestra vida el brillo del dolor arroja
El cerebro en la sombra y riñones
Hígado intestinos y hasta los mismos labios
La nariz y las orejas se oscurecen
Los pies se vuelven esclavos
De las manos y los ojos se humedecen
El cuerpo entero padece
De una antigua enfermedad violeta
Cuyo nombre es melancolía y cuyo emblema
Es una silla vacía
Cuerpo dividido
Jorge Eduardo Eielson
Si la mitad de mi cuerpo sonríe
La otra mitad se llena de tristeza
Y misteriosas escamas de pescado
Suceden a mis cabellos. Sonrío y lloro
Sin saber si son mis brazos
O mis piernas las que lloran o sonríen
Sin saber si es mi cabeza
Mi corazón o mi glande
El que decide mi sonrisa
O mi tristeza. Azul como los peces
Me muevo en aguas turbias o brillantes
Sin preguntarme por qué
Simplemente sollozo
Mientras sonrío y sonrío
Mientras sollozo
Jorge Eduardo Eielson
Si la mitad de mi cuerpo sonríe
La otra mitad se llena de tristeza
Y misteriosas escamas de pescado
Suceden a mis cabellos. Sonrío y lloro
Sin saber si son mis brazos
O mis piernas las que lloran o sonríen
Sin saber si es mi cabeza
Mi corazón o mi glande
El que decide mi sonrisa
O mi tristeza. Azul como los peces
Me muevo en aguas turbias o brillantes
Sin preguntarme por qué
Simplemente sollozo
Mientras sonrío y sonrío
Mientras sollozo
Arte poetica I
Jorge Eduardo Eielson
He decidido escribir un poema
De cien versos nada más
Y así sin darme cuenta
Tengo ya cuatro líneas negras
Sobre esta página blanca
Que espero sume las necesarias
Antes que se me pasen las ganas
De seguir escribiendo versos
Y comience a mirar la televisión
O a observarme en el espejo
Como lo hago diariamente
Yo que me afeito lentamente
Y cuento mis arrugas con esmero
Esperando vivir largamente
Para de vez en cuando escribir
Algún poema inocente
Posiblemente
Sin mar ni muerte
Y así tengo ya justo veinte
Versos escritos con rima en ente
Que ahora son veintidós
Que es justo la edad en que gané
(Así se dice vulgarmente)
Un premio de poesía
En mi patria el Perú
(Así se dice oficialmente)
Y justo la edad también
En que me enamoré
De una muchacha vestida
En pantalones solamente
Con los cabellos rubios
Y la rima en ones
Como nuestros corazones
Tan jóvenes y tan llorones
Que nos pasábamos las noches
Amándonos en los malecones
Haciendo mil comparaciones
Entre el amor y el mar
El mar y la muerte
El amor el mar y la muerte
Con todas las variaciones
E implicaciones
Hasta volvernos cabezones
Y cerrar la rima en ones
A tropezones
Con cuarenta y seis pálidos versos
Y la tristeza pegada
A la palabra nada
Aunque nada de ello se adivine
En esta rima helada
Mientras se desliza la belleza
En bicicleta de vocales
Bajo la cascada
De consonantes para nada
Sino para completar la ansiada
Suma final de esta composición preñada
De versos tintineantes y vacíos
Que ya nada dicen de la amada
Que ya nada dicen de nada
Porque han perdido la alegría
Para decir te amo te amo te amo
Te amo te amo te amo te amo
De la primavera y de las cosas bañadas
Por la humedad celeste
Cuando una telaraña de oro se extendía
Entre nuestra juventud
Y nuestros primeros versos
Bajo las palmeras o los saxofones
Zapateando en el firmamento
Como Fred Astaire y Ginger Rogers
Mientras a nuestra espalda
En el lugar de la amada
Morían nuestros hermanos sin decir nada
Levantaban una mano cerrada
Y con la otra apretaban el gatillo
Que anunciaba la llegada de la aurora
Y el comienzo triunfal
De la rima en al
Como si escribir fuera tan sólo
Ser fundamental
Tomar un aire doctoral
Colocar la rima al final
De cada verso y pretender
De cada uno de ellos el total
De sonoridad y contenido genial
Sin darse cuenta que la poesía
Huye de los poetas
Como la llama del hollín
Y que al revés de lo que piensa fulano
En la poesía como en la vida
Lo principal (hay que ser inteligente)
No es lo que se queda
Sino lo que se va
Como amablemente enseña el oriental
Y como felizmente he llegado al final
De esta composición magistral
(A causa de la rima en al)
Que ahora consta de noventa y nueve líneas negras
Sobre papel Bond Especial
Jorge Eduardo Eielson
He decidido escribir un poema
De cien versos nada más
Y así sin darme cuenta
Tengo ya cuatro líneas negras
Sobre esta página blanca
Que espero sume las necesarias
Antes que se me pasen las ganas
De seguir escribiendo versos
Y comience a mirar la televisión
O a observarme en el espejo
Como lo hago diariamente
Yo que me afeito lentamente
Y cuento mis arrugas con esmero
Esperando vivir largamente
Para de vez en cuando escribir
Algún poema inocente
Posiblemente
Sin mar ni muerte
Y así tengo ya justo veinte
Versos escritos con rima en ente
Que ahora son veintidós
Que es justo la edad en que gané
(Así se dice vulgarmente)
Un premio de poesía
En mi patria el Perú
(Así se dice oficialmente)
Y justo la edad también
En que me enamoré
De una muchacha vestida
En pantalones solamente
Con los cabellos rubios
Y la rima en ones
Como nuestros corazones
Tan jóvenes y tan llorones
Que nos pasábamos las noches
Amándonos en los malecones
Haciendo mil comparaciones
Entre el amor y el mar
El mar y la muerte
El amor el mar y la muerte
Con todas las variaciones
E implicaciones
Hasta volvernos cabezones
Y cerrar la rima en ones
A tropezones
Con cuarenta y seis pálidos versos
Y la tristeza pegada
A la palabra nada
Aunque nada de ello se adivine
En esta rima helada
Mientras se desliza la belleza
En bicicleta de vocales
Bajo la cascada
De consonantes para nada
Sino para completar la ansiada
Suma final de esta composición preñada
De versos tintineantes y vacíos
Que ya nada dicen de la amada
Que ya nada dicen de nada
Porque han perdido la alegría
Para decir te amo te amo te amo
Te amo te amo te amo te amo
De la primavera y de las cosas bañadas
Por la humedad celeste
Cuando una telaraña de oro se extendía
Entre nuestra juventud
Y nuestros primeros versos
Bajo las palmeras o los saxofones
Zapateando en el firmamento
Como Fred Astaire y Ginger Rogers
Mientras a nuestra espalda
En el lugar de la amada
Morían nuestros hermanos sin decir nada
Levantaban una mano cerrada
Y con la otra apretaban el gatillo
Que anunciaba la llegada de la aurora
Y el comienzo triunfal
De la rima en al
Como si escribir fuera tan sólo
Ser fundamental
Tomar un aire doctoral
Colocar la rima al final
De cada verso y pretender
De cada uno de ellos el total
De sonoridad y contenido genial
Sin darse cuenta que la poesía
Huye de los poetas
Como la llama del hollín
Y que al revés de lo que piensa fulano
En la poesía como en la vida
Lo principal (hay que ser inteligente)
No es lo que se queda
Sino lo que se va
Como amablemente enseña el oriental
Y como felizmente he llegado al final
De esta composición magistral
(A causa de la rima en al)
Que ahora consta de noventa y nueve líneas negras
Sobre papel Bond Especial
Elegía
Jorge Eduardo Eielson
No es el pájaro salado
Sobre la playa dorada
Ni el desierto que se anida
En la palma de la mano
No es la luna que se asoma
Sobre el último poema
No es el sol sobre la arena
Ni la arena que oscurece
El sol sobre la arena
No es la sombra acumulada
En el patio de la casa
Ni tampoco tu mirada
Que todo lo llena de espuma
De claridad y de pescado
No es el dolor de cabeza
Ni el riñón enamorado
Ni mi sexo que padece
Ni tu sexo que amanece
Sobre la cama revuelta
Como si fuera un lucero
No es la sábana arrugada
Ni la estrella ensangrentada
Que resbala diariamente
Por tu cuerpo y por mi cuerpo
Hasta el fondo de la tierra
No es la glándula que llora
Ni la glándula que ríe
No es la harina dolorosa
De tus huesos y mis huesos
Ni la piel que os divide
Como cáscara de huevo
No es la máscara de polvo
Sobre tu calavera
Ni la máscara de polvo
Sobre mi calavera
No es amarnos todavía
Sin pantalón ni sonrisa
Sin corazón ni vestido
Casi sin carne y hueso
No es la luna que regresa
Ni tu desnudez que pasa
Como el viento en el estío
Es tan sólo mi ceniza
Que desea tu ceniza.
Jorge Eduardo Eielson
No es el pájaro salado
Sobre la playa dorada
Ni el desierto que se anida
En la palma de la mano
No es la luna que se asoma
Sobre el último poema
No es el sol sobre la arena
Ni la arena que oscurece
El sol sobre la arena
No es la sombra acumulada
En el patio de la casa
Ni tampoco tu mirada
Que todo lo llena de espuma
De claridad y de pescado
No es el dolor de cabeza
Ni el riñón enamorado
Ni mi sexo que padece
Ni tu sexo que amanece
Sobre la cama revuelta
Como si fuera un lucero
No es la sábana arrugada
Ni la estrella ensangrentada
Que resbala diariamente
Por tu cuerpo y por mi cuerpo
Hasta el fondo de la tierra
No es la glándula que llora
Ni la glándula que ríe
No es la harina dolorosa
De tus huesos y mis huesos
Ni la piel que os divide
Como cáscara de huevo
No es la máscara de polvo
Sobre tu calavera
Ni la máscara de polvo
Sobre mi calavera
No es amarnos todavía
Sin pantalón ni sonrisa
Sin corazón ni vestido
Casi sin carne y hueso
No es la luna que regresa
Ni tu desnudez que pasa
Como el viento en el estío
Es tan sólo mi ceniza
Que desea tu ceniza.
El bote viejo
José María Eguren
Bajo brillante niebla,
de saladas actinias cubierto,
amaneció en la playa,
un bote viejo.
Con arena, se mira
la banda de sus bateleros,
y en la quilla verdosos
calafateos.
Bote triste, yacente,
por los moluscos horadado;
ha venido de ignotos
muelles amargos.
Apareció en la bruma
y en la armonía de la aurora;
trajo de los rompientes
doradas conchas.
A sus bancos remeros,
a sus amarillentas sogas,
vienen los cormoranes
y las gaviotas.
Los pintorescos niños,
cuando dormita la marea
lo llenan de cordajes
y de banderas.
Los novios, en la tarde,
en su alta quilla se recuestan;
y a los vientos marinos,
de amor se besan.
Mas el bote ruinoso
de las arenas del estuario,
ansía los distantes
muelles dorados.
Y en la profunda noche,
en fino tumbo abrillantado,
partió el bote muriente
a los puertos lejanos
José María Eguren
Bajo brillante niebla,
de saladas actinias cubierto,
amaneció en la playa,
un bote viejo.
Con arena, se mira
la banda de sus bateleros,
y en la quilla verdosos
calafateos.
Bote triste, yacente,
por los moluscos horadado;
ha venido de ignotos
muelles amargos.
Apareció en la bruma
y en la armonía de la aurora;
trajo de los rompientes
doradas conchas.
A sus bancos remeros,
a sus amarillentas sogas,
vienen los cormoranes
y las gaviotas.
Los pintorescos niños,
cuando dormita la marea
lo llenan de cordajes
y de banderas.
Los novios, en la tarde,
en su alta quilla se recuestan;
y a los vientos marinos,
de amor se besan.
Mas el bote ruinoso
de las arenas del estuario,
ansía los distantes
muelles dorados.
Y en la profunda noche,
en fino tumbo abrillantado,
partió el bote muriente
a los puertos lejanos
Lied I
José María Eguren
Era el alba,
cuando las gotas de sangre en el olmo
exhalaban tristísima luz.
Los amores
de la chinesca tarde fenecieron
nublados en la música azul.
Vagas rosas
ocultan en ensueño blanquecino
señales de muriente dolor.
Y tus ojos
el fantasma de la noche olvidaron,
abiertos a la joven canción.
Es el alba;
hay una sangre bermeja en el olmo
y un rencor doliente en el jardín.
Gime el bosque,
y en la bruma hay rostros desconocidos
que contemplan el árbol morir.
José María Eguren
Era el alba,
cuando las gotas de sangre en el olmo
exhalaban tristísima luz.
Los amores
de la chinesca tarde fenecieron
nublados en la música azul.
Vagas rosas
ocultan en ensueño blanquecino
señales de muriente dolor.
Y tus ojos
el fantasma de la noche olvidaron,
abiertos a la joven canción.
Es el alba;
hay una sangre bermeja en el olmo
y un rencor doliente en el jardín.
Gime el bosque,
y en la bruma hay rostros desconocidos
que contemplan el árbol morir.
La dama i
José María Eguren
La dama i, vagarosa
en la niebla del lago,
canta las finas trovas.
Va en su góndola encantada
de papel, a la misa
verde de la mañana.
Y en su ruta va cogiendo
las dormidas umbelas
y los papiros muertos.
Los sueños rubios de aroma
despierta blandamente
su sardana en las hojas.
Y parte dulce, adormida,
a la borrosa iglesia
de la luz amarilla
José María Eguren
La dama i, vagarosa
en la niebla del lago,
canta las finas trovas.
Va en su góndola encantada
de papel, a la misa
verde de la mañana.
Y en su ruta va cogiendo
las dormidas umbelas
y los papiros muertos.
Los sueños rubios de aroma
despierta blandamente
su sardana en las hojas.
Y parte dulce, adormida,
a la borrosa iglesia
de la luz amarilla
Los reyes rojos
José María Eguren
Desde la aurora
combaten dos reyes rojos,
con lanza de oro.
Por verde bosque
y en los purpurinos cerros
vibra su ceño.
Falcones reyes
batallan en lejanías
de oro azulinas.
Por la luz cadmio
airadas se ven pequeñas
sus formas negras.
Viene la noche
y firmes combaten foscos
los reyes rojos.
José María Eguren
Desde la aurora
combaten dos reyes rojos,
con lanza de oro.
Por verde bosque
y en los purpurinos cerros
vibra su ceño.
Falcones reyes
batallan en lejanías
de oro azulinas.
Por la luz cadmio
airadas se ven pequeñas
sus formas negras.
Viene la noche
y firmes combaten foscos
los reyes rojos.
El caballo
José María Eguren
Viene por las calles,
a la luna parva,
un caballo muerto
en antigua batalla.
Sus cascos sombríos...
trepida, resbala;
da un hosco relincho,
con sus voces lejanas.
En la plúmbea esquina
de la barricada,
con ojos vacíos
y con horror, se para.
Más tarde se escuchan
sus lentas pisadas,
por vías desiertas
y por ruinosas plazas
José María Eguren
Viene por las calles,
a la luna parva,
un caballo muerto
en antigua batalla.
Sus cascos sombríos...
trepida, resbala;
da un hosco relincho,
con sus voces lejanas.
En la plúmbea esquina
de la barricada,
con ojos vacíos
y con horror, se para.
Más tarde se escuchan
sus lentas pisadas,
por vías desiertas
y por ruinosas plazas
Apartamento
Xavier Echarri
El cajón del velador es un osario de ángeles,
Del parquet brota pasto,
Del caño salen lágrimas,
La ducha sabe.
La claraboya nos sostiene del cielo, y el cielo, raso, se comba.
(Por ahí podría entrar un venado si es que simplificara su cabeza).
El cuadro es un vacío sin marco.
La televisión un médium de masa.
La cortina revienta contra las rocas.
Los muebles se sacuden el polvo y hacen turno ante la cola del baño.
Las sillas, en cuclillas, meditan.
La refrigeradora interrumpe su ronquido, y la nevera se calienta.
Los parlantes tienen la lengua afuera.
El tocadiscos se inyecta, el disco pide a gritos una camisa de fuerza.
El teléfono entra al baño.
El despertador siente que se le viene.
El foco es pera triste:
Di.
Xavier Echarri
El cajón del velador es un osario de ángeles,
Del parquet brota pasto,
Del caño salen lágrimas,
La ducha sabe.
La claraboya nos sostiene del cielo, y el cielo, raso, se comba.
(Por ahí podría entrar un venado si es que simplificara su cabeza).
El cuadro es un vacío sin marco.
La televisión un médium de masa.
La cortina revienta contra las rocas.
Los muebles se sacuden el polvo y hacen turno ante la cola del baño.
Las sillas, en cuclillas, meditan.
La refrigeradora interrumpe su ronquido, y la nevera se calienta.
Los parlantes tienen la lengua afuera.
El tocadiscos se inyecta, el disco pide a gritos una camisa de fuerza.
El teléfono entra al baño.
El despertador siente que se le viene.
El foco es pera triste:
Di.
Entre las cuatro paredes...
Mariela Dreyfus
Entre las cuatro paredes de mi cuarto el mundo se suaviza.
Esta tarde, poseída a plenitud, meteórica, pinté un poema
sobre una maderita que ahora luce junto al niño Jesús.
Los libros que se amontonan, obstruyen el camino y la limpieza:
de no haberte cruzado por mi vida, yo no sabría leer.
A las 5 p.m. la enfermedad es una buena disculpa
para esperarte solitaria en la ventana, cuando
tengo el pecho apretado y este aire me asfixia.
Pobre hígado, es como haber probado éter
y estar bajo el dominio de la presión o la temperatura.
El tiempo transcurre en el poema, mi frente hierve
tú, entre nervioso y displicente, te apuras en mover
un poco de azúcar en el café pasado.
Es hora de apurarse, de dejar que cada poro de mi cuerpo
diga lo que tiene que decir.
(En estas circunstancias, no es difícil pensar en el adiós
y toda confesión se vuelve perentoria.)
Cada una de las edades que conforman mi edad
pasarán turbulentas y yo volveré a ser
la jovencita que a los quince estuvo a punto de sucumbir
pero que aún respira.
Mariela Dreyfus
Entre las cuatro paredes de mi cuarto el mundo se suaviza.
Esta tarde, poseída a plenitud, meteórica, pinté un poema
sobre una maderita que ahora luce junto al niño Jesús.
Los libros que se amontonan, obstruyen el camino y la limpieza:
de no haberte cruzado por mi vida, yo no sabría leer.
A las 5 p.m. la enfermedad es una buena disculpa
para esperarte solitaria en la ventana, cuando
tengo el pecho apretado y este aire me asfixia.
Pobre hígado, es como haber probado éter
y estar bajo el dominio de la presión o la temperatura.
El tiempo transcurre en el poema, mi frente hierve
tú, entre nervioso y displicente, te apuras en mover
un poco de azúcar en el café pasado.
Es hora de apurarse, de dejar que cada poro de mi cuerpo
diga lo que tiene que decir.
(En estas circunstancias, no es difícil pensar en el adiós
y toda confesión se vuelve perentoria.)
Cada una de las edades que conforman mi edad
pasarán turbulentas y yo volveré a ser
la jovencita que a los quince estuvo a punto de sucumbir
pero que aún respira.
Memoria de Electra
Mariela Dreyfus
Soy un hombre.
He construido un templo
donde mi virilidad no tiene límites.
Cinco vírgenes me rodean
de día las desnudo al contemplarlas
de noche cubro sus cuerpos
con mi semen angustioso y renovado.
Esta necesidad
me viene de muy niño;
cuando intentaba soñar
me despertaban los gemidos
de mi madre y de su amante.
Pero soy un hombre.
Que nadie se atreva
a profanar mis reinos.
Mariela Dreyfus
Soy un hombre.
He construido un templo
donde mi virilidad no tiene límites.
Cinco vírgenes me rodean
de día las desnudo al contemplarlas
de noche cubro sus cuerpos
con mi semen angustioso y renovado.
Esta necesidad
me viene de muy niño;
cuando intentaba soñar
me despertaban los gemidos
de mi madre y de su amante.
Pero soy un hombre.
Que nadie se atreva
a profanar mis reinos.
Las latas distancias
Rossella Di Paolo
Si yo escribo tu nombre en la arena
y tú escribes mi nombre en la arena
pero en otra playa
es que hemos descuidado las cosas;
hemos dejado que crezca el mar como hierba mala
y habrá que ir arrancándolo con cuidado
hasta alisar la arena de esa playa
donde puedas escribir mi nombre rozando el dedo
que está escribiendo el tuyo despacito.
Rossella Di Paolo
Si yo escribo tu nombre en la arena
y tú escribes mi nombre en la arena
pero en otra playa
es que hemos descuidado las cosas;
hemos dejado que crezca el mar como hierba mala
y habrá que ir arrancándolo con cuidado
hasta alisar la arena de esa playa
donde puedas escribir mi nombre rozando el dedo
que está escribiendo el tuyo despacito.
De encantación
Rossella Di Paolo
La playa tendida como un lagarto llora minuciosa una vastísima lágrima.
Barcas en velan deambulan por su sal incesante abrazando redes ateridas de peces.
Los hombres avanzan desfigurando la rectitud de las calles con voces de botellas abiertas y pies desnudos pero observan: Hoy la brisa es pájaro invisible que las ramas presienten como gitanas tintineantes cuando desmadejan el hilo prodigioso de las manos.
La tarde es un renglón de niños que cruza las veredas huyendo del árbol hojeroso empeñado en dibujar sombras en la hierba.
(La cola de un gato será la rúbrica gentil de un sol que tiene sueño).
Rossella Di Paolo
La playa tendida como un lagarto llora minuciosa una vastísima lágrima.
Barcas en velan deambulan por su sal incesante abrazando redes ateridas de peces.
Los hombres avanzan desfigurando la rectitud de las calles con voces de botellas abiertas y pies desnudos pero observan: Hoy la brisa es pájaro invisible que las ramas presienten como gitanas tintineantes cuando desmadejan el hilo prodigioso de las manos.
La tarde es un renglón de niños que cruza las veredas huyendo del árbol hojeroso empeñado en dibujar sombras en la hierba.
(La cola de un gato será la rúbrica gentil de un sol que tiene sueño).
miércoles, 23 de diciembre de 2009
Ultima Danza
Washington Delgado
Ven a danzar aunque la hora
sea precisamente inapropiada.
Ven a danzar y que ardan las ventanas
de este dorado imperio.
Que ardan las alcobas, los salones,
los delicados muebles del palacio,
las damas, las doncellas y los pajes
de soñada belleza.
Nuestra pequeña iniquidad
fue más breve que un beso.
De nuestras manos cayó el tiempo
y este instante, o su música,
es toda nuestra música.
Washington Delgado
Ven a danzar aunque la hora
sea precisamente inapropiada.
Ven a danzar y que ardan las ventanas
de este dorado imperio.
Que ardan las alcobas, los salones,
los delicados muebles del palacio,
las damas, las doncellas y los pajes
de soñada belleza.
Nuestra pequeña iniquidad
fue más breve que un beso.
De nuestras manos cayó el tiempo
y este instante, o su música,
es toda nuestra música.
La mentira de un fauno
Patricia De Souza
EL MIEDO PRIMITIVO que evoca la idea del asesinato es demasiado importante como para ignorarlo. Por medio del crimen alguien se apodera de la vida, la ausencia y la soledad del otro; de su mortalidad y de todos sus pecados. El hielo y el fuego de ese infierno permanecen en el recuerdo para los que han sido cómplices, incluso para sus descendientes.
La noticia resumía en el periódico lo que había sucedido, con indiferencia, como un hecho más, entregando una vida a la inercia, al paso del tiempo. Había muerto en el intento de hacer estallar un auto frente a una embajada en un barrio de Lima. Y lo que había llamado la atención fue la manera como lo hallaron vestido. Su traje revelaba cierta extravagancia que al parecer obedecía a normas de ritos ceremoniales concertados para matar.
Ésos eran los términos con que se hablaba de los hechos que serían leídos por cientos de personas ocupadas en innumerables acciones detrás de los muros de sus casas u oficinas, sus ventanas de aluminio, puertas de doble cerradura y tranqueras, en caso de que lo primero no fuese suficiente. De algo podía estar seguro: no volvería a ver a Manuel. Ese instante le había devuelto lo que estuvo a punto de perder: la pasión por el mundo que lo rodeaba, por sus ideas. Convencido de que al final, cuando terminase la guerra, las cosas serían siempre mejores. Como si la vida fuera una guerra en la que matas o mueres.
Lo ve dirigirse en el auto al lugar indicado. Va vestido con una camisa oscura y pantalón del mismo color. Los movimientos son precisos, el rostro grave, las manos firmes en el momento de activar la bomba. Aunque de repente no, no fue así, fue demasiado tarde. Imagina que tendrá el tiempo de subir al auto, introducir la llave en la ranura y luego presionar el acelerador. Y no. Lo hace lentamente. No llega a arrancarlo y sucede la explosión. O pensó quedarse quieto. Introduce la llave pero no le da la vuelta. Piensa que es mejor terminar así: hacer de ese instante algo para sí mismo, algo secreto.
Hace años que Sofian no piensa en esa parte de su vida. Es un tiempo ido, dejado atrás. Sin embargo, cuando lee el periódico, ese pasado regresa con una facilidad inesperada, fluye hasta imponer su presencia. Sombras que se deslizan hasta su cuarto, formando núcleos compactos, inmóviles, la memoria. Y de un momento a otro, la luz que viene de ese recuerdo le da la certeza de que no sabe con exactitud cuándo sucedió, en qué circunstancias y en qué lugar. Ha decidido vivir en un suburbio abandonado, ser un ojo que registra lo que va viendo sin que esto signifique la expulsión de su isla imaginaria: un Robinson Crusoe urbano que busca la protección del anonimato. Sólo su voluntad le permite arrancar los recuerdos al tiempo. Un instante de su pasado, una imagen, el olor de un cuerpo, su tierna sombra deslizándose en la noche o el espacio indeciso e inmenso del cielo donde esa presencia cobra vida.
La historia sucede años antes. En medio de una lluvia de imágenes rotas, lavadas por el olvido, se ve un autobús llegando a la ciudad de Pucallpa. Es un mediodía. El sol quema y hace arder el cuerpo como si lo frotasen con arena. Antes, nunca se ha sentido prisionero del calor. Cuando desciende del autobús, alguien se le acerca (por la forma como va vestido diría que es de Lima) a preguntarle si necesita ayuda para cargar su morral. Él le dice que no es necesario, sorprendido por la extraña amabilidad de aquel hombre que lo observa con unos ojos que gravitan en un rostro anguloso y grave. Sofian extrae del bolsillo un papel, le pregunta por una calle, él le responde que debe caminar hasta llegar a una plazuela y ahí alguien le indicará el camino. Sonríe, dice que su nombre es Manuel y que lleva prisa por llegar a un lugar donde lo esperan. Sofian no recuerda si es eso lo que realmente le dijo antes de remarcar que se le veía cansado, los ojos inflamados, casi en sangre viva.
Camina a través de esas calles enrojecidas de arcilla. Hay densas masas de nubes en el cielo y una amenaza de lluvia se siente en el aire.
Se voltea, una, dos veces, para verlo. Ve sus pantalones desteñidos y la espalda larga de donde nace una cabeza muy redonda y pequeña. Camina varios metros hasta que encuentra un bar donde al parecer se reúnen lugareños, aventureros de paso y trabajadores que terminan su jornada diaria. Sofian se decide a entrar para beber algo. Es posible que se quede ese mes, el próximo mes. Todo dependerá de su encuentro con el abogado que le habló de una herencia y de su padre (fue una llamada intempestiva, le dijo que le urgía verlo). Entonces, Sofian le explicó que no tenía a nadie quien le pudiese dejar una suma de dinero. Su madre vivía en otro país y no conocía a su padre. Sin embargo, el hombre insistió en que era él con quien tenía que hablar y le recomendó viajar a Pucallpa para que se lo explicase personalmente. Eso dijo el hombre antes de colgar. Sofian no dudó mucho en llamar a la hermana de su madre, la dueña de la casa donde vivía, para decirle que Matilde lo había abandonado, que se iba de viaje y no sabía cuándo regresaría. Le encargó sus cosas, le dijo que las metiera en cajas y las guardase en uno de los cuartos. No le importaba si lo que le decía era racional o descabellado, cumplía simplemente una función: comportarse como una persona civilizada. Habían pasado varios meses desde que Matilde se marchó. Prometió que hablarían por teléfono y escribiría cada semana y no fue así. Sus cartas se hacían cada vez más escasas y cuando la llamaba, era muy raro encontrarla. Si la vida es el escenario donde se representan todas las escenas de nuestra existencia, entonces aquella noche en que Matilde le hace un último adiós con una media sonrisa entre los labios, es la peor de todas. Por eso, las cosas de ella las regala, las que puede, las demás, las deja en la casa. Decide seguir lo extraordinario de lo inesperado, abandonándose a ese flujo tan lejos como pueda llegar, creyendo que de esa forma podrá comprender la clave de ese fracaso, o mejor aún, saber cuál es la simplicidad de ese momento, y si con él ha llegado al final de su inacción. Piensa que morirá en vida para ella; luego, cuando la muerte sobrevenga, será un alivio para Matilde.
En un bar, una mujer muy alta, con claros signos de desconfianza, viene a atenderlo.
- Usted no es de aquí -afirma observándolo con atención.
Sofian asiente con un gesto. Se acerca a la barra y pone las palmas de sus manos sobre la madera desgastada del escaparate. Esta vez, la mujer detiene la mirada en la ropa de Sofian: la camisa blanca que dibuja una espalda un poco arqueada hacia adelante como la de un puma o un tigre, los pantalones de algodón crudo que envuelven sus piernas entreabiertas plantadas con firmeza en el suelo.
Apoyado sobre el mostrador, le dice que acaba de llegar. Ella se llama Ángela. Siente que al decirle su nombre su rostro se le viene encima. Ovalado, lustroso. Ojos grandes. Casi nada de arrugas. Alza la cabeza y sonríe con su ancha boca apacible. Aún es muy pronto para detectar otros rasgos, y aunque quisiera, otros clientes esperan su atención. Pero ella le pregunta si tiene dónde hospedarse y le ofrece alquilarle una habitación en su casa. Lo contempla con curiosidad, unos segundos antes de alejarse, posiblemente impresionada por la belleza espléndida de ese muchacho de pelo oscuro y ojos sombreados por espesas pestañas; o porque intuye -se trata de un forastero que aparece en su tienda como un herido buscando refugio- que alguien como él difícilmente podrá subsistir mucho tiempo en un lugar como ése.
Sofian no desdeña la posibilidad de preguntarle si se puede llegar a Iquitos por el río como un pretexto para conversar más tarde con la mujer. Después se entera de que hay muy pocas embarcaciones que transportan pasajeros. El único transbordador que existe hace una salida diaria, sube por el Ucayali y empalma con el Amazonas. La mayor parte de los pasajeros son lugareños (a veces, uno que otro turista o cierta gente de clase media que viene de Lima), silenciosos inconscientes de su apariencia miserable y de la curiosidad que despiertan en los visitantes sus rostros curtidos, devastados por el sol, sus dedos amorcillados con uñas lustrosas y oscuras. Habría alguien, sí, en esas ocasiones suele haber alguien capaz de tomar una foto para convertirla en una pieza de colección, un souvenir de ciudades selváticas. Y sin embargo, esa intención podría tener varios matices: un ejercicio de conciencia que exige cierto respeto por esas gentes, o una hipócrita distancia que termina siendo prudente y hasta asqueada -ese tipo de embarcaciones viajan casi llenas, por lo que es difícil no tener esa aglomeración de caritas alrededor-, una vez que uno de ellos se levante y pida: Tómeme la foto y a cambio déme un poco de dinero. Entonces la miseria parece tan elocuente y se toma la foto, y se recuerdan, más tarde, con mucha fuerza y concentración, como una cábala contra esa miseria, las estelas doradas que se formaban sobre el río, el vaivén de la nave y nuevamente la estelas y, sin querer, ese silencio álgido, grave, que reclama un nombre.
En su pasado siempre soñó con hacer algo así: recorrer el río y visitar las poblaciones que se encuentran en las márgenes. Hubiese podido vivir varios meses sin tener que buscar al hombre que lo había llamado por teléfono, pero eso significaba olvidarse de saber quién era su padre, qué relación mantenía con su pasado y si, de esta manera, la vida le daba la oportunidad de conocer esa parte oscura de su existencia. Pensó en otras tantas posibilidades creyendo que eso era lo único que podía hacer en ese momento, seguir el latido incierto del azar. El sol, por su parte, lo sumía en un entorpecimiento general. Los músculos de su cuerpo se dilataban a tal punto que le pesaban. Esto le impedía tener ideas claras, envolviéndolo en un denso sopor que le hacía arder los ojos. En la costa, incluso en verano, el sol nunca llega a ser tan intenso; apenas es un ojo de buey, un medallón de ópalo que se hunde en el espesor de las nubes blancas y calienta las casas que despiden un brillo hipnótico.
Sofian contempló en su imaginación un barco que se alejaba lentamente como si se llevase una parte de su voluntad. Y así, las aguas turbias del río, el color violento del cielo tomaron una importancia capital, asfixiante.
ALQUILA UN CUARTO en la casa de Ángela por veinte soles diarios. Deja sus cosas en la habitación y decide recorrer el lugar. El paisaje parece no tener límites. Enormes franjas verdes se extienden hacia ambos flancos del río. Las casas son de techos de chapa o calamina con entramados de madera, patios interiores y macizos de retama que protegen del calor. En las casas más pequeñas, la gente se sienta bajo los dinteles de las puertas de entrada o sobre las aceras. Alguien le había dicho que para evitar el calor sofocante de esa zona las habitaciones debían mirar al sur. Pero la ciudad no parece hecha pensando en el calor. Sólo las lavanderías tienen el privilegio de una penumbra que acoge a mujeres que lavan ropa mientras algún hijo suyo marmotea en una hamaca de colores desvencijados, con un puntal de madera que separa ambos extremos para no asfixiarlo, que mecen cada cierto tiempo para que el niño no llore. Sofian camina hasta llegar a un terraplén donde la ruta parece cerrarse en una angosta garganta de tierra devorada por un denso follaje. Cuando regresa al bar, la música se oye a todo volumen. Tan pronto se escucha una cumbia como un bolero. Fuera, en la terraza que se abre al río, la gente parece esperar que disminuya el calor. Al pasar cerca de una mesa, Sofian oye que hablan de un ataque de la milicia subversiva. Se dice que los milicianos han tomado un puesto de policía y han huido después por el río. Se dice que la guerra entre milicianos y policías terminará con sus vidas. Se dice que deberían darles la pena de muerte cuando el arrastre de unas ruedas sobre el asfalto los distrae. El ruido va haciéndose más intenso, se aproxima hasta quedar pegado a la puerta y no se oye nada más. Por unos instantes, los pulsos parecen acelerados, como si esperasen un grito repentino, un estallido, luego todo vuelve a tomar su ritmo normal, un ritmo aletargado, casi inerte. Desde que llega siente que oscilará entre dos situaciones: una lo aleja de su pasado más reciente, y la otra lo devuelve a una remota infancia que protege su identidad. Estaba con su madre, en el auto, dirigiéndose a Chosica, mirando a través de los cristales los cerros grises, completamente áridos, asfixiados por el calor y el viento (almorzarían en el Chalet Belga). Sobre la cima de un cerro, imaginaba a su padre como un vagabundo, un ermitaño que vivía en una cabaña indiferente al mundo. Imaginaba que volaban una cometa azul en un cielo muy alto; noches contemplando las estrellas; oyendo aullidos de lobos que protegían su territorio.
Qué feos estos cerros -decía la madre-, te aprisionan.
Para Sofian significaban también la promesa de lugares desconocidos latiendo detrás de sus flancos erosionados por el viento. Su aparente aridez y fealdad revelaban la sensualidad de sus formas, que brotaba del olor y la textura de la tierra. De pronto, sucedía algo inesperado mientras compraban gaseosas y cigarrillos para su madre en una bodega de la Carretera Central: ella olvidaba las llaves o perdía el monedero; entonces regresaba angustiada, buscaba por todas partes, nada. Se transformaba en un torbellino. Poco a poco iba agotándose -las cosas se resolvían de manera muy simple: o bien olvidaba que tenía las llaves en el bolsillo o encontraba a alguien que forzara la ventanilla del auto para abrir la puerta y después recordaba con una gran sonrisa dónde las había puesto-, dejaba de moverse, permanecía parada como una niña caprichosa que reniega de su suerte. Uno de sus tantos olvidos ocurrió en San Isidro cuando fueron a un centro comercial con varios pisos de estacionamiento. Sofian le había pedido que le entregase el comprobante porque sabía lo distraída que era su madre. Ella, por supuesto, se negó rotundamente a dárselo. Dijo que tendría cuidado y que debía confiar en ella; si él no lo hacía, ¿quién más lo iba a hacer? Después de sus compras -cosa que por lo general duraba horas debido al tiempo que le tomaba elegir un producto- le pidió a Sofian que la esperase en la entrada del centro comercial; iría por el auto. Se cansó de esperar y ella no apareció. Pero él conocía a su madre y hubiera jurado que se trataba de uno de sus olvidos. Regresó, como siempre, atolondrada, diciendo que no recordaba en qué piso había estacionado el automóvil y había pasado horas buscándolo sin encontrarlo. Sofian le dijo que era su culpa por no haberle dado el comprobante y ella explotó, le dijo que era un mal hijo por no confiar en ella y que mejor hubiera sido no tenerlo para no soportar sus reproches. Sollozaba y, entre gemidos, fue a reclamarle al guardián que la acompañase a buscar su automóvil. Sofian le explicó a éste lo que sucedía, le dijo que sabía muy bien dónde habían estacionado el auto y que no era necesario que los acompañase. Su madre lo siguió como impulsada por un sentimiento de sumisión y partieron. Durante el trayecto a Chosica, Sofian permaneció sentado en un extremo del auto sin decir nada. Trataba inútilmente de buscar su pasado en el tiempo y en su sangre. En una familia donde se hablaba poco, donde nadie escribía y no se guardaban fotos, no era tarea fácil. Recordaba fragmentos sobre la vida de su padre contados por su abuelo, su madre, o su tía, que iba de visita los domingos llevándole algún juguete: recordaba su mirada que acariciaba, sus manos frías resbalando por su pelo; las ganas de quedarse en esa sensación para siempre mientras ella le preguntaba a su madre si tenía noticias del padre de su hijo y la respuesta salía de su boca como un escupitajo del diablo: lo habían internado en una clínica para toxicómanos. Sofian no oía esas palabras. Las oía resonar en el aire pero no dentro de él. El olor del perfume barato de su tía lograba entorpecer sus sentidos y ya no era importante que su madre siguiese hablando de su padre denigrándolo, sin saber hasta qué punto sufría él por esas atrocidades que repetía cada día, ensuciando, haciendo trizas, lo que para él significaba una imagen de belleza y de bondad. La tía abrió un paquete y sacó un osito de peluche. Antes de recibir el regalo, tuvo que soportar los pellizcos en las mejillas sin quejarse. Al osito lo sentaron sobre un mueble y lo acariciaban sin reclamarle nada, caricias sin exigencias. Él no tiene que ser bueno, no tiene que comer ni dormir, ni lavarse. Sofian imagina su piel cubierta de pelos, caminando en cuatro patas. El osito es él. Quiere que lo mimen y tener la misma libertad. Pasar el día contemplando las horas gotear sobre los muros blancos de su casa sin tener que comer y dormir. Un día escribe una historia sobre un niño que padece una extraña enfermedad y vive encerrado en su habitación, a la que sólo pueden entrar las personas autorizadas por él. La escribe y se la regala a su tía como una forma de ganar terreno en lo que cree una suerte de persuasión. Esa misma noche se niega a comer y se levanta de la mesa sin que su madre ni su tía protesten. Piensa: le ha leído la historia y ahora no saben qué hacer. Entonces cree que las palabras son mágicas y las convierte en el arma más eficaz para defenderse de los otros. Por las noches se va al balcón con la empleada. Se sientan sobre las losetas rojas y se cubren con una manta mientras le lee la historia que ha escrito pensando en pedirle que después ella haga lo mismo con el diario de Anna Frank. Ama al personaje y es la única manera de que viva. Cuando ella lee, Anna Frank camina, se ríe, sufre y sueña. A veces juegan a que él es un personaje. Se disfraza para ella. Un día ella recorta un corazón en celofán rojo y se lo pega en la frente. Le dice que lo cuidará como a un hijo. Cuando su madre no está en casa, lo lleva al lugar donde vive. Va tomado de su mano seguro de que emprende una aventura, como un Cid alistándose para una batalla. Después de una cierta distancia los rodea el caos. Cruzan el puente de Ñaña sobre el río donde los guijarros danzan produciendo un ruido galopante; a veces se atascan entre los juncos que arrastra, y luego vuelven a danzar, ya liberados.
Habla la muchacha:
- Lo trae de nuevo, doña Esther.
- De vuelta con el niño.
- Tiene una carita...
- Que vaya a jugar con los otros niños.
¡Muaa! Un beso en la mejilla, otro en la frente.
El Cid está listo. Una pluma de paloma hace de cimera, la rama de un molle la daga.
- Soy el Cid.
Los otros niños se ríen mostrando sus pequeños dientes desiguales.
- Un Cid, ja, ja...
- Muera, que muera el Cid, humillado. Tira la rama. Se va.
Patricia De Souza
EL MIEDO PRIMITIVO que evoca la idea del asesinato es demasiado importante como para ignorarlo. Por medio del crimen alguien se apodera de la vida, la ausencia y la soledad del otro; de su mortalidad y de todos sus pecados. El hielo y el fuego de ese infierno permanecen en el recuerdo para los que han sido cómplices, incluso para sus descendientes.
La noticia resumía en el periódico lo que había sucedido, con indiferencia, como un hecho más, entregando una vida a la inercia, al paso del tiempo. Había muerto en el intento de hacer estallar un auto frente a una embajada en un barrio de Lima. Y lo que había llamado la atención fue la manera como lo hallaron vestido. Su traje revelaba cierta extravagancia que al parecer obedecía a normas de ritos ceremoniales concertados para matar.
Ésos eran los términos con que se hablaba de los hechos que serían leídos por cientos de personas ocupadas en innumerables acciones detrás de los muros de sus casas u oficinas, sus ventanas de aluminio, puertas de doble cerradura y tranqueras, en caso de que lo primero no fuese suficiente. De algo podía estar seguro: no volvería a ver a Manuel. Ese instante le había devuelto lo que estuvo a punto de perder: la pasión por el mundo que lo rodeaba, por sus ideas. Convencido de que al final, cuando terminase la guerra, las cosas serían siempre mejores. Como si la vida fuera una guerra en la que matas o mueres.
Lo ve dirigirse en el auto al lugar indicado. Va vestido con una camisa oscura y pantalón del mismo color. Los movimientos son precisos, el rostro grave, las manos firmes en el momento de activar la bomba. Aunque de repente no, no fue así, fue demasiado tarde. Imagina que tendrá el tiempo de subir al auto, introducir la llave en la ranura y luego presionar el acelerador. Y no. Lo hace lentamente. No llega a arrancarlo y sucede la explosión. O pensó quedarse quieto. Introduce la llave pero no le da la vuelta. Piensa que es mejor terminar así: hacer de ese instante algo para sí mismo, algo secreto.
Hace años que Sofian no piensa en esa parte de su vida. Es un tiempo ido, dejado atrás. Sin embargo, cuando lee el periódico, ese pasado regresa con una facilidad inesperada, fluye hasta imponer su presencia. Sombras que se deslizan hasta su cuarto, formando núcleos compactos, inmóviles, la memoria. Y de un momento a otro, la luz que viene de ese recuerdo le da la certeza de que no sabe con exactitud cuándo sucedió, en qué circunstancias y en qué lugar. Ha decidido vivir en un suburbio abandonado, ser un ojo que registra lo que va viendo sin que esto signifique la expulsión de su isla imaginaria: un Robinson Crusoe urbano que busca la protección del anonimato. Sólo su voluntad le permite arrancar los recuerdos al tiempo. Un instante de su pasado, una imagen, el olor de un cuerpo, su tierna sombra deslizándose en la noche o el espacio indeciso e inmenso del cielo donde esa presencia cobra vida.
La historia sucede años antes. En medio de una lluvia de imágenes rotas, lavadas por el olvido, se ve un autobús llegando a la ciudad de Pucallpa. Es un mediodía. El sol quema y hace arder el cuerpo como si lo frotasen con arena. Antes, nunca se ha sentido prisionero del calor. Cuando desciende del autobús, alguien se le acerca (por la forma como va vestido diría que es de Lima) a preguntarle si necesita ayuda para cargar su morral. Él le dice que no es necesario, sorprendido por la extraña amabilidad de aquel hombre que lo observa con unos ojos que gravitan en un rostro anguloso y grave. Sofian extrae del bolsillo un papel, le pregunta por una calle, él le responde que debe caminar hasta llegar a una plazuela y ahí alguien le indicará el camino. Sonríe, dice que su nombre es Manuel y que lleva prisa por llegar a un lugar donde lo esperan. Sofian no recuerda si es eso lo que realmente le dijo antes de remarcar que se le veía cansado, los ojos inflamados, casi en sangre viva.
Camina a través de esas calles enrojecidas de arcilla. Hay densas masas de nubes en el cielo y una amenaza de lluvia se siente en el aire.
Se voltea, una, dos veces, para verlo. Ve sus pantalones desteñidos y la espalda larga de donde nace una cabeza muy redonda y pequeña. Camina varios metros hasta que encuentra un bar donde al parecer se reúnen lugareños, aventureros de paso y trabajadores que terminan su jornada diaria. Sofian se decide a entrar para beber algo. Es posible que se quede ese mes, el próximo mes. Todo dependerá de su encuentro con el abogado que le habló de una herencia y de su padre (fue una llamada intempestiva, le dijo que le urgía verlo). Entonces, Sofian le explicó que no tenía a nadie quien le pudiese dejar una suma de dinero. Su madre vivía en otro país y no conocía a su padre. Sin embargo, el hombre insistió en que era él con quien tenía que hablar y le recomendó viajar a Pucallpa para que se lo explicase personalmente. Eso dijo el hombre antes de colgar. Sofian no dudó mucho en llamar a la hermana de su madre, la dueña de la casa donde vivía, para decirle que Matilde lo había abandonado, que se iba de viaje y no sabía cuándo regresaría. Le encargó sus cosas, le dijo que las metiera en cajas y las guardase en uno de los cuartos. No le importaba si lo que le decía era racional o descabellado, cumplía simplemente una función: comportarse como una persona civilizada. Habían pasado varios meses desde que Matilde se marchó. Prometió que hablarían por teléfono y escribiría cada semana y no fue así. Sus cartas se hacían cada vez más escasas y cuando la llamaba, era muy raro encontrarla. Si la vida es el escenario donde se representan todas las escenas de nuestra existencia, entonces aquella noche en que Matilde le hace un último adiós con una media sonrisa entre los labios, es la peor de todas. Por eso, las cosas de ella las regala, las que puede, las demás, las deja en la casa. Decide seguir lo extraordinario de lo inesperado, abandonándose a ese flujo tan lejos como pueda llegar, creyendo que de esa forma podrá comprender la clave de ese fracaso, o mejor aún, saber cuál es la simplicidad de ese momento, y si con él ha llegado al final de su inacción. Piensa que morirá en vida para ella; luego, cuando la muerte sobrevenga, será un alivio para Matilde.
En un bar, una mujer muy alta, con claros signos de desconfianza, viene a atenderlo.
- Usted no es de aquí -afirma observándolo con atención.
Sofian asiente con un gesto. Se acerca a la barra y pone las palmas de sus manos sobre la madera desgastada del escaparate. Esta vez, la mujer detiene la mirada en la ropa de Sofian: la camisa blanca que dibuja una espalda un poco arqueada hacia adelante como la de un puma o un tigre, los pantalones de algodón crudo que envuelven sus piernas entreabiertas plantadas con firmeza en el suelo.
Apoyado sobre el mostrador, le dice que acaba de llegar. Ella se llama Ángela. Siente que al decirle su nombre su rostro se le viene encima. Ovalado, lustroso. Ojos grandes. Casi nada de arrugas. Alza la cabeza y sonríe con su ancha boca apacible. Aún es muy pronto para detectar otros rasgos, y aunque quisiera, otros clientes esperan su atención. Pero ella le pregunta si tiene dónde hospedarse y le ofrece alquilarle una habitación en su casa. Lo contempla con curiosidad, unos segundos antes de alejarse, posiblemente impresionada por la belleza espléndida de ese muchacho de pelo oscuro y ojos sombreados por espesas pestañas; o porque intuye -se trata de un forastero que aparece en su tienda como un herido buscando refugio- que alguien como él difícilmente podrá subsistir mucho tiempo en un lugar como ése.
Sofian no desdeña la posibilidad de preguntarle si se puede llegar a Iquitos por el río como un pretexto para conversar más tarde con la mujer. Después se entera de que hay muy pocas embarcaciones que transportan pasajeros. El único transbordador que existe hace una salida diaria, sube por el Ucayali y empalma con el Amazonas. La mayor parte de los pasajeros son lugareños (a veces, uno que otro turista o cierta gente de clase media que viene de Lima), silenciosos inconscientes de su apariencia miserable y de la curiosidad que despiertan en los visitantes sus rostros curtidos, devastados por el sol, sus dedos amorcillados con uñas lustrosas y oscuras. Habría alguien, sí, en esas ocasiones suele haber alguien capaz de tomar una foto para convertirla en una pieza de colección, un souvenir de ciudades selváticas. Y sin embargo, esa intención podría tener varios matices: un ejercicio de conciencia que exige cierto respeto por esas gentes, o una hipócrita distancia que termina siendo prudente y hasta asqueada -ese tipo de embarcaciones viajan casi llenas, por lo que es difícil no tener esa aglomeración de caritas alrededor-, una vez que uno de ellos se levante y pida: Tómeme la foto y a cambio déme un poco de dinero. Entonces la miseria parece tan elocuente y se toma la foto, y se recuerdan, más tarde, con mucha fuerza y concentración, como una cábala contra esa miseria, las estelas doradas que se formaban sobre el río, el vaivén de la nave y nuevamente la estelas y, sin querer, ese silencio álgido, grave, que reclama un nombre.
En su pasado siempre soñó con hacer algo así: recorrer el río y visitar las poblaciones que se encuentran en las márgenes. Hubiese podido vivir varios meses sin tener que buscar al hombre que lo había llamado por teléfono, pero eso significaba olvidarse de saber quién era su padre, qué relación mantenía con su pasado y si, de esta manera, la vida le daba la oportunidad de conocer esa parte oscura de su existencia. Pensó en otras tantas posibilidades creyendo que eso era lo único que podía hacer en ese momento, seguir el latido incierto del azar. El sol, por su parte, lo sumía en un entorpecimiento general. Los músculos de su cuerpo se dilataban a tal punto que le pesaban. Esto le impedía tener ideas claras, envolviéndolo en un denso sopor que le hacía arder los ojos. En la costa, incluso en verano, el sol nunca llega a ser tan intenso; apenas es un ojo de buey, un medallón de ópalo que se hunde en el espesor de las nubes blancas y calienta las casas que despiden un brillo hipnótico.
Sofian contempló en su imaginación un barco que se alejaba lentamente como si se llevase una parte de su voluntad. Y así, las aguas turbias del río, el color violento del cielo tomaron una importancia capital, asfixiante.
ALQUILA UN CUARTO en la casa de Ángela por veinte soles diarios. Deja sus cosas en la habitación y decide recorrer el lugar. El paisaje parece no tener límites. Enormes franjas verdes se extienden hacia ambos flancos del río. Las casas son de techos de chapa o calamina con entramados de madera, patios interiores y macizos de retama que protegen del calor. En las casas más pequeñas, la gente se sienta bajo los dinteles de las puertas de entrada o sobre las aceras. Alguien le había dicho que para evitar el calor sofocante de esa zona las habitaciones debían mirar al sur. Pero la ciudad no parece hecha pensando en el calor. Sólo las lavanderías tienen el privilegio de una penumbra que acoge a mujeres que lavan ropa mientras algún hijo suyo marmotea en una hamaca de colores desvencijados, con un puntal de madera que separa ambos extremos para no asfixiarlo, que mecen cada cierto tiempo para que el niño no llore. Sofian camina hasta llegar a un terraplén donde la ruta parece cerrarse en una angosta garganta de tierra devorada por un denso follaje. Cuando regresa al bar, la música se oye a todo volumen. Tan pronto se escucha una cumbia como un bolero. Fuera, en la terraza que se abre al río, la gente parece esperar que disminuya el calor. Al pasar cerca de una mesa, Sofian oye que hablan de un ataque de la milicia subversiva. Se dice que los milicianos han tomado un puesto de policía y han huido después por el río. Se dice que la guerra entre milicianos y policías terminará con sus vidas. Se dice que deberían darles la pena de muerte cuando el arrastre de unas ruedas sobre el asfalto los distrae. El ruido va haciéndose más intenso, se aproxima hasta quedar pegado a la puerta y no se oye nada más. Por unos instantes, los pulsos parecen acelerados, como si esperasen un grito repentino, un estallido, luego todo vuelve a tomar su ritmo normal, un ritmo aletargado, casi inerte. Desde que llega siente que oscilará entre dos situaciones: una lo aleja de su pasado más reciente, y la otra lo devuelve a una remota infancia que protege su identidad. Estaba con su madre, en el auto, dirigiéndose a Chosica, mirando a través de los cristales los cerros grises, completamente áridos, asfixiados por el calor y el viento (almorzarían en el Chalet Belga). Sobre la cima de un cerro, imaginaba a su padre como un vagabundo, un ermitaño que vivía en una cabaña indiferente al mundo. Imaginaba que volaban una cometa azul en un cielo muy alto; noches contemplando las estrellas; oyendo aullidos de lobos que protegían su territorio.
Qué feos estos cerros -decía la madre-, te aprisionan.
Para Sofian significaban también la promesa de lugares desconocidos latiendo detrás de sus flancos erosionados por el viento. Su aparente aridez y fealdad revelaban la sensualidad de sus formas, que brotaba del olor y la textura de la tierra. De pronto, sucedía algo inesperado mientras compraban gaseosas y cigarrillos para su madre en una bodega de la Carretera Central: ella olvidaba las llaves o perdía el monedero; entonces regresaba angustiada, buscaba por todas partes, nada. Se transformaba en un torbellino. Poco a poco iba agotándose -las cosas se resolvían de manera muy simple: o bien olvidaba que tenía las llaves en el bolsillo o encontraba a alguien que forzara la ventanilla del auto para abrir la puerta y después recordaba con una gran sonrisa dónde las había puesto-, dejaba de moverse, permanecía parada como una niña caprichosa que reniega de su suerte. Uno de sus tantos olvidos ocurrió en San Isidro cuando fueron a un centro comercial con varios pisos de estacionamiento. Sofian le había pedido que le entregase el comprobante porque sabía lo distraída que era su madre. Ella, por supuesto, se negó rotundamente a dárselo. Dijo que tendría cuidado y que debía confiar en ella; si él no lo hacía, ¿quién más lo iba a hacer? Después de sus compras -cosa que por lo general duraba horas debido al tiempo que le tomaba elegir un producto- le pidió a Sofian que la esperase en la entrada del centro comercial; iría por el auto. Se cansó de esperar y ella no apareció. Pero él conocía a su madre y hubiera jurado que se trataba de uno de sus olvidos. Regresó, como siempre, atolondrada, diciendo que no recordaba en qué piso había estacionado el automóvil y había pasado horas buscándolo sin encontrarlo. Sofian le dijo que era su culpa por no haberle dado el comprobante y ella explotó, le dijo que era un mal hijo por no confiar en ella y que mejor hubiera sido no tenerlo para no soportar sus reproches. Sollozaba y, entre gemidos, fue a reclamarle al guardián que la acompañase a buscar su automóvil. Sofian le explicó a éste lo que sucedía, le dijo que sabía muy bien dónde habían estacionado el auto y que no era necesario que los acompañase. Su madre lo siguió como impulsada por un sentimiento de sumisión y partieron. Durante el trayecto a Chosica, Sofian permaneció sentado en un extremo del auto sin decir nada. Trataba inútilmente de buscar su pasado en el tiempo y en su sangre. En una familia donde se hablaba poco, donde nadie escribía y no se guardaban fotos, no era tarea fácil. Recordaba fragmentos sobre la vida de su padre contados por su abuelo, su madre, o su tía, que iba de visita los domingos llevándole algún juguete: recordaba su mirada que acariciaba, sus manos frías resbalando por su pelo; las ganas de quedarse en esa sensación para siempre mientras ella le preguntaba a su madre si tenía noticias del padre de su hijo y la respuesta salía de su boca como un escupitajo del diablo: lo habían internado en una clínica para toxicómanos. Sofian no oía esas palabras. Las oía resonar en el aire pero no dentro de él. El olor del perfume barato de su tía lograba entorpecer sus sentidos y ya no era importante que su madre siguiese hablando de su padre denigrándolo, sin saber hasta qué punto sufría él por esas atrocidades que repetía cada día, ensuciando, haciendo trizas, lo que para él significaba una imagen de belleza y de bondad. La tía abrió un paquete y sacó un osito de peluche. Antes de recibir el regalo, tuvo que soportar los pellizcos en las mejillas sin quejarse. Al osito lo sentaron sobre un mueble y lo acariciaban sin reclamarle nada, caricias sin exigencias. Él no tiene que ser bueno, no tiene que comer ni dormir, ni lavarse. Sofian imagina su piel cubierta de pelos, caminando en cuatro patas. El osito es él. Quiere que lo mimen y tener la misma libertad. Pasar el día contemplando las horas gotear sobre los muros blancos de su casa sin tener que comer y dormir. Un día escribe una historia sobre un niño que padece una extraña enfermedad y vive encerrado en su habitación, a la que sólo pueden entrar las personas autorizadas por él. La escribe y se la regala a su tía como una forma de ganar terreno en lo que cree una suerte de persuasión. Esa misma noche se niega a comer y se levanta de la mesa sin que su madre ni su tía protesten. Piensa: le ha leído la historia y ahora no saben qué hacer. Entonces cree que las palabras son mágicas y las convierte en el arma más eficaz para defenderse de los otros. Por las noches se va al balcón con la empleada. Se sientan sobre las losetas rojas y se cubren con una manta mientras le lee la historia que ha escrito pensando en pedirle que después ella haga lo mismo con el diario de Anna Frank. Ama al personaje y es la única manera de que viva. Cuando ella lee, Anna Frank camina, se ríe, sufre y sueña. A veces juegan a que él es un personaje. Se disfraza para ella. Un día ella recorta un corazón en celofán rojo y se lo pega en la frente. Le dice que lo cuidará como a un hijo. Cuando su madre no está en casa, lo lleva al lugar donde vive. Va tomado de su mano seguro de que emprende una aventura, como un Cid alistándose para una batalla. Después de una cierta distancia los rodea el caos. Cruzan el puente de Ñaña sobre el río donde los guijarros danzan produciendo un ruido galopante; a veces se atascan entre los juncos que arrastra, y luego vuelven a danzar, ya liberados.
Habla la muchacha:
- Lo trae de nuevo, doña Esther.
- De vuelta con el niño.
- Tiene una carita...
- Que vaya a jugar con los otros niños.
¡Muaa! Un beso en la mejilla, otro en la frente.
El Cid está listo. Una pluma de paloma hace de cimera, la rama de un molle la daga.
- Soy el Cid.
Los otros niños se ríen mostrando sus pequeños dientes desiguales.
- Un Cid, ja, ja...
- Muera, que muera el Cid, humillado. Tira la rama. Se va.
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