La cena del capitán
Ricardo Palma
A Dios gracias, parece que ha concluido en el Perú, el escandaloso período de las revoluciones de cuartel; nuestro ejército vivía dividido en dos bandos, el de los militares levantados y de los militares caídos.
Conocíase a los últimos con el nombre de indefinidos hambrientos; eran gente siempre lista para el bochinche y que pásaban el tiempo esperando la hora... la hora en que a cualquier general, le viniera en antojo encabezar revuelta.
Los indefinidos vivían de la mermadísima paga, con que de tarde en tarde, los atendía el fisco, y sobre todo, vivían de petardo; ninguno se avenía a trabajar en oficio o en labores campestres. Yo no rebajo mis galones, decía, con énfasis, cualquier teniente zaragatillo; para él más honra cabía en vivir del peliche o en mendigar una peseta, que en comer el pan humedecido por el sudor del trabajo honrado.
El capitán Ramírez era de ese número de holgazanes y sinverguenzas; casado con una virtuosa y sufrida muchacha, habitaba el matrimonio un miserable cuartucho, en el callejoncito de Los Diablos AzuIes, situado en la calle ancha de Malambo. A las ocho de la mañana salía el marido a la rebusca y regresaba a las nueve o diez de la noche, con una y, en ocasiones felices, con dos pesetas, fruto de sablazos a prójimos compasivos.
Aun cuando no eran frecuentes los días nefastos, cuando a las diez de la noche, venía Ramírez al domicilio sin un centavo, le decía tranquilamente a su mujer: Paciencia, hijita, que Dios consiente, pero no para siempre, y ya mejorarán las cosas cuando gobiernen los míos; acuéstate y por toda cena, cenaremos un polvito. .. y un vaso de agua fresca.
En una fría noche de invierno, la pobre joven, hambrienta y tiritando, se sentó sobre un taburete junto al brasero, alimentando el fuego con virutas recogidas en la puerta de un vecino carpintero; llegó el capitán, revelando en lo carilargo, que traía el bolsillo limpio y que, por consiguiente, esa noche iba a ser de ayuno para el estómago.
--¿Qué haces ahí, Mariquita, tan pegada al brasero?--preguntó, con acento cariñoso, el marido.
--Ya lo ves, hijo--contestó en el mismo tono la mujercita--; estoy calentándote la cena.
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