Narihualac
José Antonio Mazzotti
para Fanny Valenzuela y Lelis Rebolledo
Polvo del aire bajo ardientes algarrobos: suena un pito con alas que se aleja hacia un sol rojo. Las pisadas restallan como las acequias escondidas en la arena, donde lagartijas y hormigas juegan a los lados, reventando.
Narihualac debió haber escuchado al bajar de su balsa los cantos del chilalo y pensó: "Aquí levantaré la fortaleza y verán mis hijos florecer el valle extenso tras el cual dejamos la casa iluminada y la mujer en sombras, las pirámides que miran hacia el cielo interrogando un nombre nuevo. Tuvimos que salir para evitar la muerte. Ahora nos quedamos para hacer la vida".
Y entonces caminamos largas cuadras hasta ver el monte donde quedan todavía algunas cruces y un templo español trepado en la cabeza de Narihualac.
Hernando de Mendoza, hijodalgo, derribó las altas columnatas y redujo indios y tumbó las figuras que adoraban por ser de los antiguos tiempos, donde llegaron también del norte sus primeros padres, que ahora eran hermanos, masticando con ancha paciencia las continuas invasiones.
"Tuvimos que salir para evitar la muerte", pensó Hernando. Ahora quedan las débiles paredes en el barro, el templo devorado por termitas. Un pájaro encendido se levanta sobre ellos.
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