La mentira de un fauno
Patricia De Souza
EL MIEDO PRIMITIVO que evoca la idea del asesinato es demasiado importante como para ignorarlo. Por medio del crimen alguien se apodera de la vida, la ausencia y la soledad del otro; de su mortalidad y de todos sus pecados. El hielo y el fuego de ese infierno permanecen en el recuerdo para los que han sido cómplices, incluso para sus descendientes.
La noticia resumía en el periódico lo que había sucedido, con indiferencia, como un hecho más, entregando una vida a la inercia, al paso del tiempo. Había muerto en el intento de hacer estallar un auto frente a una embajada en un barrio de Lima. Y lo que había llamado la atención fue la manera como lo hallaron vestido. Su traje revelaba cierta extravagancia que al parecer obedecía a normas de ritos ceremoniales concertados para matar.
Ésos eran los términos con que se hablaba de los hechos que serían leídos por cientos de personas ocupadas en innumerables acciones detrás de los muros de sus casas u oficinas, sus ventanas de aluminio, puertas de doble cerradura y tranqueras, en caso de que lo primero no fuese suficiente. De algo podía estar seguro: no volvería a ver a Manuel. Ese instante le había devuelto lo que estuvo a punto de perder: la pasión por el mundo que lo rodeaba, por sus ideas. Convencido de que al final, cuando terminase la guerra, las cosas serían siempre mejores. Como si la vida fuera una guerra en la que matas o mueres.
Lo ve dirigirse en el auto al lugar indicado. Va vestido con una camisa oscura y pantalón del mismo color. Los movimientos son precisos, el rostro grave, las manos firmes en el momento de activar la bomba. Aunque de repente no, no fue así, fue demasiado tarde. Imagina que tendrá el tiempo de subir al auto, introducir la llave en la ranura y luego presionar el acelerador. Y no. Lo hace lentamente. No llega a arrancarlo y sucede la explosión. O pensó quedarse quieto. Introduce la llave pero no le da la vuelta. Piensa que es mejor terminar así: hacer de ese instante algo para sí mismo, algo secreto.
Hace años que Sofian no piensa en esa parte de su vida. Es un tiempo ido, dejado atrás. Sin embargo, cuando lee el periódico, ese pasado regresa con una facilidad inesperada, fluye hasta imponer su presencia. Sombras que se deslizan hasta su cuarto, formando núcleos compactos, inmóviles, la memoria. Y de un momento a otro, la luz que viene de ese recuerdo le da la certeza de que no sabe con exactitud cuándo sucedió, en qué circunstancias y en qué lugar. Ha decidido vivir en un suburbio abandonado, ser un ojo que registra lo que va viendo sin que esto signifique la expulsión de su isla imaginaria: un Robinson Crusoe urbano que busca la protección del anonimato. Sólo su voluntad le permite arrancar los recuerdos al tiempo. Un instante de su pasado, una imagen, el olor de un cuerpo, su tierna sombra deslizándose en la noche o el espacio indeciso e inmenso del cielo donde esa presencia cobra vida.
La historia sucede años antes. En medio de una lluvia de imágenes rotas, lavadas por el olvido, se ve un autobús llegando a la ciudad de Pucallpa. Es un mediodía. El sol quema y hace arder el cuerpo como si lo frotasen con arena. Antes, nunca se ha sentido prisionero del calor. Cuando desciende del autobús, alguien se le acerca (por la forma como va vestido diría que es de Lima) a preguntarle si necesita ayuda para cargar su morral. Él le dice que no es necesario, sorprendido por la extraña amabilidad de aquel hombre que lo observa con unos ojos que gravitan en un rostro anguloso y grave. Sofian extrae del bolsillo un papel, le pregunta por una calle, él le responde que debe caminar hasta llegar a una plazuela y ahí alguien le indicará el camino. Sonríe, dice que su nombre es Manuel y que lleva prisa por llegar a un lugar donde lo esperan. Sofian no recuerda si es eso lo que realmente le dijo antes de remarcar que se le veía cansado, los ojos inflamados, casi en sangre viva.
Camina a través de esas calles enrojecidas de arcilla. Hay densas masas de nubes en el cielo y una amenaza de lluvia se siente en el aire.
Se voltea, una, dos veces, para verlo. Ve sus pantalones desteñidos y la espalda larga de donde nace una cabeza muy redonda y pequeña. Camina varios metros hasta que encuentra un bar donde al parecer se reúnen lugareños, aventureros de paso y trabajadores que terminan su jornada diaria. Sofian se decide a entrar para beber algo. Es posible que se quede ese mes, el próximo mes. Todo dependerá de su encuentro con el abogado que le habló de una herencia y de su padre (fue una llamada intempestiva, le dijo que le urgía verlo). Entonces, Sofian le explicó que no tenía a nadie quien le pudiese dejar una suma de dinero. Su madre vivía en otro país y no conocía a su padre. Sin embargo, el hombre insistió en que era él con quien tenía que hablar y le recomendó viajar a Pucallpa para que se lo explicase personalmente. Eso dijo el hombre antes de colgar. Sofian no dudó mucho en llamar a la hermana de su madre, la dueña de la casa donde vivía, para decirle que Matilde lo había abandonado, que se iba de viaje y no sabía cuándo regresaría. Le encargó sus cosas, le dijo que las metiera en cajas y las guardase en uno de los cuartos. No le importaba si lo que le decía era racional o descabellado, cumplía simplemente una función: comportarse como una persona civilizada. Habían pasado varios meses desde que Matilde se marchó. Prometió que hablarían por teléfono y escribiría cada semana y no fue así. Sus cartas se hacían cada vez más escasas y cuando la llamaba, era muy raro encontrarla. Si la vida es el escenario donde se representan todas las escenas de nuestra existencia, entonces aquella noche en que Matilde le hace un último adiós con una media sonrisa entre los labios, es la peor de todas. Por eso, las cosas de ella las regala, las que puede, las demás, las deja en la casa. Decide seguir lo extraordinario de lo inesperado, abandonándose a ese flujo tan lejos como pueda llegar, creyendo que de esa forma podrá comprender la clave de ese fracaso, o mejor aún, saber cuál es la simplicidad de ese momento, y si con él ha llegado al final de su inacción. Piensa que morirá en vida para ella; luego, cuando la muerte sobrevenga, será un alivio para Matilde.
En un bar, una mujer muy alta, con claros signos de desconfianza, viene a atenderlo.
- Usted no es de aquí -afirma observándolo con atención.
Sofian asiente con un gesto. Se acerca a la barra y pone las palmas de sus manos sobre la madera desgastada del escaparate. Esta vez, la mujer detiene la mirada en la ropa de Sofian: la camisa blanca que dibuja una espalda un poco arqueada hacia adelante como la de un puma o un tigre, los pantalones de algodón crudo que envuelven sus piernas entreabiertas plantadas con firmeza en el suelo.
Apoyado sobre el mostrador, le dice que acaba de llegar. Ella se llama Ángela. Siente que al decirle su nombre su rostro se le viene encima. Ovalado, lustroso. Ojos grandes. Casi nada de arrugas. Alza la cabeza y sonríe con su ancha boca apacible. Aún es muy pronto para detectar otros rasgos, y aunque quisiera, otros clientes esperan su atención. Pero ella le pregunta si tiene dónde hospedarse y le ofrece alquilarle una habitación en su casa. Lo contempla con curiosidad, unos segundos antes de alejarse, posiblemente impresionada por la belleza espléndida de ese muchacho de pelo oscuro y ojos sombreados por espesas pestañas; o porque intuye -se trata de un forastero que aparece en su tienda como un herido buscando refugio- que alguien como él difícilmente podrá subsistir mucho tiempo en un lugar como ése.
Sofian no desdeña la posibilidad de preguntarle si se puede llegar a Iquitos por el río como un pretexto para conversar más tarde con la mujer. Después se entera de que hay muy pocas embarcaciones que transportan pasajeros. El único transbordador que existe hace una salida diaria, sube por el Ucayali y empalma con el Amazonas. La mayor parte de los pasajeros son lugareños (a veces, uno que otro turista o cierta gente de clase media que viene de Lima), silenciosos inconscientes de su apariencia miserable y de la curiosidad que despiertan en los visitantes sus rostros curtidos, devastados por el sol, sus dedos amorcillados con uñas lustrosas y oscuras. Habría alguien, sí, en esas ocasiones suele haber alguien capaz de tomar una foto para convertirla en una pieza de colección, un souvenir de ciudades selváticas. Y sin embargo, esa intención podría tener varios matices: un ejercicio de conciencia que exige cierto respeto por esas gentes, o una hipócrita distancia que termina siendo prudente y hasta asqueada -ese tipo de embarcaciones viajan casi llenas, por lo que es difícil no tener esa aglomeración de caritas alrededor-, una vez que uno de ellos se levante y pida: Tómeme la foto y a cambio déme un poco de dinero. Entonces la miseria parece tan elocuente y se toma la foto, y se recuerdan, más tarde, con mucha fuerza y concentración, como una cábala contra esa miseria, las estelas doradas que se formaban sobre el río, el vaivén de la nave y nuevamente la estelas y, sin querer, ese silencio álgido, grave, que reclama un nombre.
En su pasado siempre soñó con hacer algo así: recorrer el río y visitar las poblaciones que se encuentran en las márgenes. Hubiese podido vivir varios meses sin tener que buscar al hombre que lo había llamado por teléfono, pero eso significaba olvidarse de saber quién era su padre, qué relación mantenía con su pasado y si, de esta manera, la vida le daba la oportunidad de conocer esa parte oscura de su existencia. Pensó en otras tantas posibilidades creyendo que eso era lo único que podía hacer en ese momento, seguir el latido incierto del azar. El sol, por su parte, lo sumía en un entorpecimiento general. Los músculos de su cuerpo se dilataban a tal punto que le pesaban. Esto le impedía tener ideas claras, envolviéndolo en un denso sopor que le hacía arder los ojos. En la costa, incluso en verano, el sol nunca llega a ser tan intenso; apenas es un ojo de buey, un medallón de ópalo que se hunde en el espesor de las nubes blancas y calienta las casas que despiden un brillo hipnótico.
Sofian contempló en su imaginación un barco que se alejaba lentamente como si se llevase una parte de su voluntad. Y así, las aguas turbias del río, el color violento del cielo tomaron una importancia capital, asfixiante.
ALQUILA UN CUARTO en la casa de Ángela por veinte soles diarios. Deja sus cosas en la habitación y decide recorrer el lugar. El paisaje parece no tener límites. Enormes franjas verdes se extienden hacia ambos flancos del río. Las casas son de techos de chapa o calamina con entramados de madera, patios interiores y macizos de retama que protegen del calor. En las casas más pequeñas, la gente se sienta bajo los dinteles de las puertas de entrada o sobre las aceras. Alguien le había dicho que para evitar el calor sofocante de esa zona las habitaciones debían mirar al sur. Pero la ciudad no parece hecha pensando en el calor. Sólo las lavanderías tienen el privilegio de una penumbra que acoge a mujeres que lavan ropa mientras algún hijo suyo marmotea en una hamaca de colores desvencijados, con un puntal de madera que separa ambos extremos para no asfixiarlo, que mecen cada cierto tiempo para que el niño no llore. Sofian camina hasta llegar a un terraplén donde la ruta parece cerrarse en una angosta garganta de tierra devorada por un denso follaje. Cuando regresa al bar, la música se oye a todo volumen. Tan pronto se escucha una cumbia como un bolero. Fuera, en la terraza que se abre al río, la gente parece esperar que disminuya el calor. Al pasar cerca de una mesa, Sofian oye que hablan de un ataque de la milicia subversiva. Se dice que los milicianos han tomado un puesto de policía y han huido después por el río. Se dice que la guerra entre milicianos y policías terminará con sus vidas. Se dice que deberían darles la pena de muerte cuando el arrastre de unas ruedas sobre el asfalto los distrae. El ruido va haciéndose más intenso, se aproxima hasta quedar pegado a la puerta y no se oye nada más. Por unos instantes, los pulsos parecen acelerados, como si esperasen un grito repentino, un estallido, luego todo vuelve a tomar su ritmo normal, un ritmo aletargado, casi inerte. Desde que llega siente que oscilará entre dos situaciones: una lo aleja de su pasado más reciente, y la otra lo devuelve a una remota infancia que protege su identidad. Estaba con su madre, en el auto, dirigiéndose a Chosica, mirando a través de los cristales los cerros grises, completamente áridos, asfixiados por el calor y el viento (almorzarían en el Chalet Belga). Sobre la cima de un cerro, imaginaba a su padre como un vagabundo, un ermitaño que vivía en una cabaña indiferente al mundo. Imaginaba que volaban una cometa azul en un cielo muy alto; noches contemplando las estrellas; oyendo aullidos de lobos que protegían su territorio.
Qué feos estos cerros -decía la madre-, te aprisionan.
Para Sofian significaban también la promesa de lugares desconocidos latiendo detrás de sus flancos erosionados por el viento. Su aparente aridez y fealdad revelaban la sensualidad de sus formas, que brotaba del olor y la textura de la tierra. De pronto, sucedía algo inesperado mientras compraban gaseosas y cigarrillos para su madre en una bodega de la Carretera Central: ella olvidaba las llaves o perdía el monedero; entonces regresaba angustiada, buscaba por todas partes, nada. Se transformaba en un torbellino. Poco a poco iba agotándose -las cosas se resolvían de manera muy simple: o bien olvidaba que tenía las llaves en el bolsillo o encontraba a alguien que forzara la ventanilla del auto para abrir la puerta y después recordaba con una gran sonrisa dónde las había puesto-, dejaba de moverse, permanecía parada como una niña caprichosa que reniega de su suerte. Uno de sus tantos olvidos ocurrió en San Isidro cuando fueron a un centro comercial con varios pisos de estacionamiento. Sofian le había pedido que le entregase el comprobante porque sabía lo distraída que era su madre. Ella, por supuesto, se negó rotundamente a dárselo. Dijo que tendría cuidado y que debía confiar en ella; si él no lo hacía, ¿quién más lo iba a hacer? Después de sus compras -cosa que por lo general duraba horas debido al tiempo que le tomaba elegir un producto- le pidió a Sofian que la esperase en la entrada del centro comercial; iría por el auto. Se cansó de esperar y ella no apareció. Pero él conocía a su madre y hubiera jurado que se trataba de uno de sus olvidos. Regresó, como siempre, atolondrada, diciendo que no recordaba en qué piso había estacionado el automóvil y había pasado horas buscándolo sin encontrarlo. Sofian le dijo que era su culpa por no haberle dado el comprobante y ella explotó, le dijo que era un mal hijo por no confiar en ella y que mejor hubiera sido no tenerlo para no soportar sus reproches. Sollozaba y, entre gemidos, fue a reclamarle al guardián que la acompañase a buscar su automóvil. Sofian le explicó a éste lo que sucedía, le dijo que sabía muy bien dónde habían estacionado el auto y que no era necesario que los acompañase. Su madre lo siguió como impulsada por un sentimiento de sumisión y partieron. Durante el trayecto a Chosica, Sofian permaneció sentado en un extremo del auto sin decir nada. Trataba inútilmente de buscar su pasado en el tiempo y en su sangre. En una familia donde se hablaba poco, donde nadie escribía y no se guardaban fotos, no era tarea fácil. Recordaba fragmentos sobre la vida de su padre contados por su abuelo, su madre, o su tía, que iba de visita los domingos llevándole algún juguete: recordaba su mirada que acariciaba, sus manos frías resbalando por su pelo; las ganas de quedarse en esa sensación para siempre mientras ella le preguntaba a su madre si tenía noticias del padre de su hijo y la respuesta salía de su boca como un escupitajo del diablo: lo habían internado en una clínica para toxicómanos. Sofian no oía esas palabras. Las oía resonar en el aire pero no dentro de él. El olor del perfume barato de su tía lograba entorpecer sus sentidos y ya no era importante que su madre siguiese hablando de su padre denigrándolo, sin saber hasta qué punto sufría él por esas atrocidades que repetía cada día, ensuciando, haciendo trizas, lo que para él significaba una imagen de belleza y de bondad. La tía abrió un paquete y sacó un osito de peluche. Antes de recibir el regalo, tuvo que soportar los pellizcos en las mejillas sin quejarse. Al osito lo sentaron sobre un mueble y lo acariciaban sin reclamarle nada, caricias sin exigencias. Él no tiene que ser bueno, no tiene que comer ni dormir, ni lavarse. Sofian imagina su piel cubierta de pelos, caminando en cuatro patas. El osito es él. Quiere que lo mimen y tener la misma libertad. Pasar el día contemplando las horas gotear sobre los muros blancos de su casa sin tener que comer y dormir. Un día escribe una historia sobre un niño que padece una extraña enfermedad y vive encerrado en su habitación, a la que sólo pueden entrar las personas autorizadas por él. La escribe y se la regala a su tía como una forma de ganar terreno en lo que cree una suerte de persuasión. Esa misma noche se niega a comer y se levanta de la mesa sin que su madre ni su tía protesten. Piensa: le ha leído la historia y ahora no saben qué hacer. Entonces cree que las palabras son mágicas y las convierte en el arma más eficaz para defenderse de los otros. Por las noches se va al balcón con la empleada. Se sientan sobre las losetas rojas y se cubren con una manta mientras le lee la historia que ha escrito pensando en pedirle que después ella haga lo mismo con el diario de Anna Frank. Ama al personaje y es la única manera de que viva. Cuando ella lee, Anna Frank camina, se ríe, sufre y sueña. A veces juegan a que él es un personaje. Se disfraza para ella. Un día ella recorta un corazón en celofán rojo y se lo pega en la frente. Le dice que lo cuidará como a un hijo. Cuando su madre no está en casa, lo lleva al lugar donde vive. Va tomado de su mano seguro de que emprende una aventura, como un Cid alistándose para una batalla. Después de una cierta distancia los rodea el caos. Cruzan el puente de Ñaña sobre el río donde los guijarros danzan produciendo un ruido galopante; a veces se atascan entre los juncos que arrastra, y luego vuelven a danzar, ya liberados.
Habla la muchacha:
- Lo trae de nuevo, doña Esther.
- De vuelta con el niño.
- Tiene una carita...
- Que vaya a jugar con los otros niños.
¡Muaa! Un beso en la mejilla, otro en la frente.
El Cid está listo. Una pluma de paloma hace de cimera, la rama de un molle la daga.
- Soy el Cid.
Los otros niños se ríen mostrando sus pequeños dientes desiguales.
- Un Cid, ja, ja...
- Muera, que muera el Cid, humillado. Tira la rama. Se va.
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