El clavel disciplinado
Ricardo Palma
Gran cariño tuvo el virrey Amat por su Mayordomo, don Jaime, que, como su Excelencia, era catalán que bailaba el trompo en la uña y un portento de habilidad en lo de allegar monedas.
La gente de escaleras abajo hablaba pestes sobre los latrocinios, pero los que estaban sentados sobre la cola, que eran la mayoría palaciegos, decían que tal murmuración no era lícita y que encarnaba algo de rebeldía contra su Majestad y los representantes de la corona.
Esta doctrina abunda hoy mismo en partidarios, por lo de quien ofende al can ofende al rabadán.
Así, los clericales, por ejemplo, dicen, que siendo de católicos la gran mayoría del Perú, nadie debía atacar la confesión, ni el celibato sacerdotal, como si en un país donde la mayoría fuera de borrachos no se debería combatir el alcoholismo.
Amat abrigaba el propósito de no regresar a España cuando fuera relevado en el gobierno, y tan decidido estaba a dejar sus huesos en Lima, que hizo construir, en la vecindad del monasterio del Prado, una magnífica casa, con el nombre de Quinta del Rincón.
Podría, hoy mismo, ese edificio competir con muchos de los más aristocráticos de España; pero, como es sabido, fueron tantos y tales los quebraderos de cabeza que llovieron sobre el ex virrey, en el juició de residencia, que aburrido al cabo, se embarcó para la Metrópoli, haciendo regaIo de la señorial residencia, al paisano, amigo y mayordomo.
Decía la voz pública, que es hembra vocinglera y calumniadora, que don Jaime había sido en Palacio correveidile o intermediario de su Excelencia para todo negocio nada limpio, y como siempre Ias puIgas pican, de preferencia, al perro flaco, resultó que muchos de los perjudicados, más que al virrey, odiaban al mayordomo.
Una noche, sonadas ya las ocho, se aproximaba don Jaime a la Quinta del Rincón, cuando le cayeron encima dos embozados que, puñal en mano, lo amenazaron con matarlo si daba gritos pidiendo socorro. Resignóse el catalán a seguirlos, que el argumerlto del puñal no admitía vuelta de hoja, y lo condujeron al Cercado, lugarejo que, por esos tiempos, era de espantosa lobreguez.
Allí le vendaron los ojos y, calle adelante, lo metieron en una casuca donde, a calzón quitado, le aplicaron veinticinco azotes, con látigo de dos ramales, y así, con el rabo bien caliente, lo acompañaron hasta dejarlo en la plazuela del Prado.
Al día siguiente, era popular en Lima este pasquín:
Don Jaime, te han azotado
Y por si esto te desvela
A Amat dile que te huela
El clavel disciplinado.
Por supuesto que una copia de este pasquín llegó a manos del virrey, quien, atragantándosele el tercer verso, dijo:
Que le huela... que le huela...
Que se lo huela su abuela.
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